sábado, 15 de mayo de 2010

IV Tercer día de viaje


A las 7:45 sonó el despertador del celular. A las 7:50 volvió a sonar. Había que levantarse. No reconocí el lugar que veía ante mí, era extraño. Lo que tocaba no eran cosas que debían estar sobre una cama. Un casco, una mochila… ¿qué hacían allí? Me puse de pie y bajo la puerta asomaba un poco de luz. Me dirigí hacia allí y encendí la luz del cuarto. Las cosas volvían a tener sentido. La mochila y el casco estaban sobre la cama, así también el pantalón, la camisa que había dejado la noche antes de acostarme. La silla estaba ocupada por la alforja. Nada estaba sobre el suelo. Estaba todo ordenado y dispuesto para que la partida fuera rápida. Bastaba guardar un par de cosas y salir. 
  A las 8 horas, alguien golpeó la puerta, un par de veces. La voz era de la joven que atiende el lugar durante el día. Ella dijo: “Son las 8 de la mañana, buen día”. Simplemente contesté con un “gracias”. Mi voz aún sonaba adormecida. En tanto la voz de la joven sonó clara, llena de vitalidad. Estaba bien despierta. Me dirigí a la entrada y acerqué la alforja y la mochila, las cuerdas y los pulpos que usé para atar las cosas a Black Horse durante el viaje. Acomodé las cosas y lentamente salí hacia el acceso que había recorrido la tarde anterior. Desconocía los otros accesos desde otras rutas. Avancé hacia el punto donde estaba la Virgen, hacia el gran arco de entrada que había visto el día anterior. Consulté el mapa y sabía que debía tomar a la derecha. Había llegado por la izquierda. La imagen de la Virgen miraba al sol que salía por el este, lentamente. Miré en dirección al sol y a la ciudad de Mercedes y me despedí de ella. 
  Unos jóvenes trotaban más allá del acceso, llegaban a la intersección con la ruta 123, o sea, recorrían unos 4 kilómetros más de los que había desde el centro de la ciudad a la virgen que eran unos 3 kilómetros. 
  Llegué a la intersección de las rutas y volví a consultar el mapa. Revisé, cuidadosamente, las cuerdas y comí unas galletitas dulces. Eran mi desayuno sólido esa mañana. Debía tomar a la izquierda en esa intersección. El aire estaba fresco a esa hora. Era agradable el comienzo de jornada. Había que aprovechar todo lo posible la mañana. Cuando más al norte me dirigiera, sabía que sería más y más caluroso. 
  A poca distancia de haber dejado la intersección de rutas vi un conjunto de casillas improvisadas, hechas de madera y cartón -negras por el alquitrán. Eran improvisados puestos de venta de productos artesanales y recuerdos del gauchito Gil. Era esa la entrada al lugar de veneración al popular santo. Había mucha gente en esos puestos de venta. Algunas personas que cruzaban por la ruta se detenían e ingresaban a comprar. Minutos después retomaban su camino. Era temprano todavía, la mañana se estaba acomodando, las personas tomaban su desayuno. Me plantee si debía recorrer el lugar en esta oportunidad o dejarlo para el viaje de regreso. Quería hacerlo, me resultaba más que interesante conocer las historias de las personas sobre su devoción al gaucho, sobre la costumbre de peregrinar en estas fechas hasta aquí. 
  Muchos prometeros hacen largas caminatas o recorren mucha distancia para llegar. Vienen en busca de milagros, realizan pedidos y sacrificios en post de ellos. Esa congregación de personas permite que se realice una verdadera fiesta popular. Banderines extendidos de un lado al otro de la ruta, transversalmente, dan la clara impresión de que se realiza una fiesta. Pensé en el calor, y en que tendría que pasar por allí al regreso, entonces, opté por recorrer el lugar durante la vuelta. No fue fácil la decisión, quería material sobre lo ocurre allí en esa época del año. Lo obtendría después, por medio de la lectura de notas periodísticas de medios locales y por lo leído en Internet, por ejemplo en la página: http://www.pluscom.com.ar/index.php/cultura-subbellavista-83/7389-pasion-y-muerte-de-gauchito-gil-llega-al-teatro-de-mar-del-plata. 
  Continué la marcha hacia la próxima estación de servicio, hacia le próximo pueblo. Pero cuando llegué a la entrada me pareció que aún había recorrido pocos kilómetros. En el mapa figuraba un pueblo a 30 kilómetros hacia delante. Proseguí tranquilo. El camino estaba en reparación. A los lados se veía el verde pasto, cada vez más verde, más oscuro. Los esteros a los costados de la ruta eran evidentes. Más adelante encontré un curso de agua y un puente sobre él. Al sur del mismo, sobre una de las márgenes, aguas abajo, al este de la corriente, un grupo de carpas rodeaban una construcción de ladrillos. Seguramente es una suerte de parador, de cantina. Un camino llevaba hasta el lugar desde la ruta, en una suave pendiente. Unas lanchas con motor fuera de borda estaban allí amarradas. Un cartel más adelante indica que se trata del río Corriente. Tomé un pequeño descanso y registré unas imágenes del lugar, desde el mismo puente. Minutos después, continué la marcha. 
  El paisaje tenía un tinte mucho más esperanzador. Verdes oscuros se alternaban con verdes claros de plantaciones, marrones claros de aves pequeñas, algunas blancas garzas y otras más abundantes picudas aves de los esterales. Los pájaros más pequeños eran de un color muy vistoso, extraordinaria vista me pareció en ese momento. Era un regalo de la vida, tanta belleza, tanta abundancia después de los territorios muy secos que había visto kilómetros atrás. Me sentía muy feliz, este paisaje era como la otra cara de la moneda. Al sur, allá atrás, quedaban los ralos campos, las rocas aflorando y los arbustos espinosos. En esta zona la vida se presentaba en una fiesta de la abundancia, de la variedad. Igualmente los árboles se veían conformando islas en medio del campo inmenso. Cerca de la pavimentada ruta, pocos árboles se dejan, pero donde hay alguno, seguramente, encontraremos una cruz, unas cintas rojas o ambas cosas y es porque allí se recuerda al gauchito Gil. También puede ser el lugar donde falleció alguna persona. Pero el árbol justo allí está. Y surge, entonces, me pregunté, porque la naturaleza así lo quiso o fue plantado por los visitantes del lugar, quizás familiares de un fallecido o devotos de Gil. Esto parece la opción más creíble, acertada. Pues es claro que quien deba acudir a estos lugares debe protegerse de las inclemencias climáticas, temperaturas de 45 o más grados en enero. Entonces, qué mejor que plantar un árbol, que seguramente brindará sombra con los años a esa familia o a otro viajero, pues no hay otro árbol en muchos kilómetros sobre la ruta. A esa altura comencé a ver autos detenidos a la vera del camino. Seguramente, pensé, el calor surtía efecto sobre los radiadores. Pero otros, sin problemas a la vista, parecen querer estira las piernas, caminar, pues estar sentados tantas horas durante un viaje en auto cansa, tanto igual en una moto, lo estaba comprobando en mi propia experiencia. Por ello cada tantos kilómetros paraba a caminar o recrear la vista. Sólo esperaba que mi moto no tuviese algún desperfecto, porque no se veía a nadie en kilómetros. Pasaban y pasaban minutos y nadie me pasaba en mi recorrido. Al cabo de un buen rato llegué a la entrada de un pueblo que no figuraba en mi mapa. No quise entrar al poblado, pero sí me quedé en la estación de servicio que estaba en la entrada. En realidad, apenas si cumplía con la idea de local de venta de combustible. Todo es muy precario. La entrada al sitio está arreglada con piedras sueltas. Era claro que un tractor había provocado una gran huella, la cual era necesario evitar para llegar a la “estación”. 
  Black Horse estaba en buenas condiciones. Una mujer, de túnica blanca, una médico pues así se identificó, se aproximó a donde yo estaba. Señaló la chapa de la moto y preguntó: ¿De allí venís…? -Sí, de allí –respondí. Pero hoy salí de Mercedes. Hace un par de días salí de ese lugar (Montevideo) que figura en la chapa. -Tengo una Gilera de igual cilindrada; pero la uso para andar en la ciudad. No creía que puede hacer tantos kilómetros. -Pues yo pregunté a mi mecánico y él me estimuló a usarla sin temor. Anda y anda, me dijo. Te felicito -agregó-, debe ser una linda experiencia. Lo es -respondí.   "El paisaje está ahí. Es posible tocar cada cosa. En realidad sentís todo el viento, los aromas, las fragancias y claro… los zorrinos. Pero, cuando quieres ver algo, paras y los disfrutas, sólo basta detenerte y ya. Es una gran ventaja, que al viajar en ómnibus no podés. No es posible. Ella continuó: "Bueno… debo irme. Me alegro que disfrutes, adiós". Adiós… -proseguí- y si puedes, anímate a hacer algunos kilómetros también… 
  Un auto se había detenido, minutos antes del inicio de la conversación. Paró, bajo el techo de la estación de servicio, a cargar combustible. Dentro del Ford Falcon azul, venían 3 personas. Una de ellas vestía con típicos atuendos de gaucho, la mujer con vestido de paisana, de china –como se le dice. Los pañuelos, atados al cuello, rojos, como las cintas que usaban en las muñecas, eran claras indicaciones –al menos para mí- de que venían de la zona de veneración al gauchito Gil. Me acerqué, entonces, y con aire de reportero, les pregunté si venían de allí. Ellos contestaron que sí. Luego mantuvieron un breve diálogo conmigo que reproduzco aquí abajo. 
-Buen día. Disculpe la molestia –empecé a balbucear. 
-Buenas –contestó la mujer. El hombre se tocó el sombrero en señal de saludo. 
-Vienen del gauchito… 
-Pues… sí. 
-Disculpe, pero los vi con esos atuendos, que si bien son típicos de la zona, me llamaron la atención por los colores. ¿Vino a agradecerle? Le pregunté al hombre. 
-¡Y sí! Como todos los años. 
-Ah, viene todos los años. ¿Si le es posible me puede decir qué le pide al gauchito? 
-Y bueno… salud. En fin… 
-¿Quién era el gauchito Gil? 
-Bueno, dicen que un gaucho bueno, milagrero. Ayudaba a la gente pobre. Algunos dicen que le sacaba a algunos ricos y le daba a los pobres. 
 -O ayudaba a la gente con problemas –agregó la mujer. 
-¿Y saben por qué la relación con San La Muerte? 
Tomó la palabra el gaucho y comentó: “Lo que dice la leyenda es que a Curuzú Gil no lo podían matar porque era devoto de San La Muerte. Tenía incrustado, bajo la piel, una imagen de metal del santo. Por eso, cuando lo degollaron, su corazón seguía latiendo, aún después de desangrarse. Pero… eso es la leyenda ¡Quién sabe!...” 
-Interesante. Algo escuché, pues pregunté a otra gente más atrás. Estuve ayer en un lugar donde veneran la imagen de San La Muerte, al sur de Mercedes. 
-Sí, lo conocemos. Pero nosotros venimos a visitar a Curuzú Gil. 
-Gracias, han sido muy amables. -De nada… buena suerte. El hombre que manejaba el automóvil, que era la tercera persona que viajaba en el Ford encendió el motor y lentamente subieron a la ruta y tomaron en la misma dirección que minutos después tomé yo montado en Black Horse. Tras seguirlos con la mirada unos minutos me puse a ajustar las cuerdas con que ataba mi equipaje, pero primero cargué combustible, comí unas galletitas y tomé una gaseosa, que era mi desayuno de ese día. Vestía pantalones de jean, campera de nylon negra y zapatillas, muy distinto a como vestían los gauchos que iban en el Ford azul. Tomé entonces la ruta hacia el oeste, para poder llegar a la ruta 12. Me separaban 18 kilómetros de esa intersección a la cual me dirigía. La mañana aún estaba tranquila. No había demasiado tránsito ese domingo 4 de enero de 2009. Mi Black Horse caminó tranquilo a una velocidad entre los 60 y 70 kilómetros en la hora, promedialmente. Pero las condiciones del viento y la superficie de la ruta pavimentada eran óptimas, por lo que consideré aumentar la velocidad a 80 kilómetros por hora. Los autos cruzaban, quizás a 100 kilómetros la hora a juzgar por el tiempo que les tomaba superar a Black Horse. Los vidrios traseros de los autos exhibían un cartel con un número, el cual es 110 para los autos y 90 para los camiones. Son los kilómetros a que debe ir cómo máximo, cada uno. Lo cual parece una buena medida que casi todos parecen respetar. Pero siempre existe la excepción que confirma la regla. Sí, en un abrir y cerrar de ojos fui superado por un joven que conducía una motocicleta a una velocidad importante, muy veloz. Me superó en segundos y se alejó muy rápidamente. El conductor iba acostado sobre su moto, para lograr un mayor carácter… aerodinámico. Era increíble…no tanto por lo veloz, que lo era, sino por la falta de cuidado de la propia vida, en esos lugares donde no se ve un alma en kilómetros. Como conductor de Black Horse era consciente que el birodado llegaba a un máximo de 100 kilómetros la hora sin carga adicional. Pero más allá de eso, en ruta, en zonas donde a veces hay material suelto, una imprudencia de esas puede costarle a uno la vida. Ya que la velocidad para maniobrar se reduce, incluso la visión se achica. El paisaje a los lados de la ruta era de un verde oscuro en buena parte, luego viraba a verde claro. Había zonas donde era posible ver abundante cantidad de animales pastando. Además, cada vez se veían más y más palmeras. 
De la intersección con la ruta 12 tenía unos 30 kilómetros más hasta la próxima población, llamada San Roque. Fueron momentos agradables, tranquilos los que viví en ese recorrido. Sin sobresaltos. Era el último día del viaje de ida. Y era temprano aún. El calor, poco a poco, iba aumentando. La ruta se veía clara, sin mares o lagos como cuando hace mucho calor y la misma parece un espejo. Cuando estaba llegando a San Roque, la esperanza de llegar se ampliaba por la vista de grandes antenas, visibles desde lejos. Era como estar llegando… y no llegar. Al estar cerca de la entrada, a cientos de metros nada más, vi venir a un grupo de gauchos montados a caballo. Eran 4 jinetes que llevaban 8 caballos. Estaban ataviados con vestimenta típicamente gaucha, con facones a la cintura, sombreros, espuelas y botas. Claramente los caballos extras eran para el relevo, iban estos sin montura. Llevaban dos banderas. Una era la bandera Argentina y la otra era roja, que tenía una inscripción que hacía referencia al Gauchito Gil. Iban peregrinando hacia el lugar de veneración. En el poblado de Chavarría había visto otros gauchos, pero que viajaban en un automóvil Ford. En tanto, estos, emprendían su viaje a caballo. Quise capturar una imagen de esas personas, por ende, paré el motor, saqué la máquina y ellos gustosos pasaron lento para el registro. Fue muy agradable y se los agradecí. A esta altura de la ruta el pasto estaba muy cortado, el cielo estaba bien despejado, la visibilidad seguía siendo muy buena. 
  Finalmente llegué a San Roque. Buscaba una estación de servicio y necesitaba descansar, tanto yo como el motor de Black Horse. Supuse que en el pueblo habría una estación de servicio. Ingresé y vi casas muy antiguas, elevadas como un metro sobre el nivel de la calle, por lo tanto, acceder a ellas era posible por medio de escaleras y rampas. Había gente en las puertas, tanto jóvenes como adultos. 
  Era domingo y el ambiente estaba tranquilo, probablemente el mismo calor no invitaba a tener demasiada actividad. Así andando lentamente llegué a una plaza. Vi un templo en medio de la misma. Detuve el motor y baje provisto de mi cámara. Me dirigí al frente de la edificación. Era una buena excusa para descansar. Desconocía la sorpresa que me deparaba el sitio.    
   En el aire de la plaza había algo… Se escuchaba música, gente que cantaba y oraba. Era claro que lo que se oía era una misa. La construcción en medio de la plaza, era un templo católico. Pero… no había gente allí. 
  Con la cámara en mano me dirigí al interior de la construcción. Un hombre conversaba con una mujer a un costado del acceso principal. La construcción no era una iglesia, lo había sido sí; pero en este momento no había bancos allí. Tras cruzar el umbral se veían cosas antiguas, artefactos viejos, libros, armas y muchos otros objetos que estaban cuidadosamente colocados en vitrinas o acomodadas en soportes para ser observados. Pero allí, desde la misma entrada, en el suelo, entre las piedras que tapizaban el piso, había mármoles con inscripciones… Eran, ni más ni menos que tumbas. Sí, tumbas en el piso del antiguo templo. En la parte opuesta a la entrada se conservaban los elementos propios de un altar, con la disposición de las cosas conforme se usaba antiguamente; esto es, del modo que se usaba cuando el celebrante oficiaba de espaldas a los feligreses. 
  A los lados del único salón que conformaba el templo, había dos enormes puertas laterales de madera noble, permitían el acceso a galerías laterales que comunicaban con el resto de la construcción como a la entrada del campanario y al resto de la plaza. 
  El hombre que estaba conversando en la entrada se acercó y viendo mi interés por las cosas, puesto que yo estaba tomando fotografías, me preguntó si había visto la puerta. Y respondí que sí. Y agregué: “Son altas, enormes en verdad…” El hombre que vestía de modo sencillo, de camisa liviana y mangas cortas, era el encargado del museo. Me miró y con una sonrisa me señaló, otra puerta. Una que había a un costado. Admití que no había reparado en ella. Entonces, amablemente, el encargado me relató lo sucedido al gaucho Aparicio Altamirano. Es decir, me comentó una de las versiones, que dicen “la más creíble”, y de la que, esta puerta es el artefacto manifiesto, el signo del hecho que me relató. El punto de colisión de algunas de las balas que mataron a Altamirano. Y por ello es que se exhibe. Dicha puerta era –cuenta mi interlocutor, según el relato popular más creíble- de la casa del compadre Velardo, ubicada en el Paraje Lomas Sur. 
  Tal parece que estando enfermo Altamirano se refugió en casa de su amigo y fue encontrado allí por el rastreador Mayo Mesa, quien cruzó fuego con el gaucho. Si bien escuché atentamente lo expresado por mi interlocutor no tomé nota, por lo que, lo que estoy refiriendo es producto del recuerdo de lo conversado. Sin embargo, será fácil comprobar el relato buscando en Internet o en bibliografía especializada. Sugiero por ejemplo, la siguiente página: http://www.pluscom.com.ar/index.php/cultura-subbellavista-83/8131-aparicio-altamirano-10-abril-1933-2010-la-leyenda-el-mito-continua 
Fue interesante que buscando una estación de servicio hallé un manojo de historias, objetos y signos de otros tiempos. Entre las cosa del museo me llamó la atención una gigante olla de hierro. Sí, es enorme. Era una olla –me explicó el encargado del museo- del regimiento paraguayo que peleó -en la zona- contra el ejército de Corrientes. El gobierno -que habitualmente residía en la capital- debió trasladarse al sur, a San Roque -por el avance paraguayo. En esa zona, entonces, se libró una importante batalla. Y los sepultados en el templo son los héroes -militares y civiles- que defendieron el lugar. El relator comentó cómo aquellos gauchos de la zona eran, a veces, protegidos por los caudillos políticos -de uno u otro bando- pero cuando no era así estaban a su merced, aunque, como en tantos casos, fueron protegidos por la gente común. El descanso se extendió casi una hora. El relato fue por demás entretenido. Tras tomar un par de fotos de la puerta y con la colaboración del empleado, logré una mayor luminosidad y ubicación del cartel que daba cuenta de lo que era o significaba esa puerta. Después volví al camino, es decir rehíce lo hecho hasta allí. A una cuadra al norte de la entrada, había una estación de servicio. Allí me quedé unos 15 minutos, cargué combustible y seguí la marcha. 
  El descanso ya lo había tomado en el antiguo templo, hoy museo, en San Roque. El próximo sitio distaba a unos 35 kilómetros al norte. Era el punto donde se cruzan la ruta 12 con la 27. Una estación de servicio con un parador muy bien equipado recibe al viajero. Es perfecto para descansar pues cuenta con aire acondicionado, televisor, comida pronta y productos regionales. Al lado hay, además, un pequeño hotel nuevo. El aire acondicionado del parador es imprescindible para poder descansar, al menos por un rato, a mitad de la jornada. La carretera empezaba a brillar, aparecía, poco a poco, esa imagen de lago hacia delante sobre el camino. El calor se comenzó a sentir. Si bien tenía conmigo el equipo de tereré pronto para usar, no quise hacerlo, pues preferí beber lo suficiente y necesario. La idea era no deshidratarse, pero tampoco precisar detenerme más de lo necesario… 
  El sol brillaba con intensidad, ninguna nube provocaba sombra alguna. Había que seguir y seguir. El ruido del motor parecía normal, entonces, nada de qué preocuparse había. A marcha constante, a una velocidad de entre 65 y 70 kilómetros en la hora llegué al cruce de rutas. Para el próximo destino faltaban unos 37 kilómetros. Sabiendo esto, los mapas indicaban que a 57 kilómetros estaba la ciudad de Corrientes y a 200 más de allí estaba el destino final: Formosa.
   A 9 kilómetros estaba el poblado de Saladas, un lugar al que no necesitaba llegar, pues me alejaba de la ruta. Como en otras estaciones de servicio, no en todas, había aire acondicionado. Los baños estaba en muy buenas condiciones, limpios y nuevos. Hay además cabina telefónica. El lugar -la entrada- está adornada con unas palmeras y pasto muy cuidado y un sistema de sombras producidas por un conjunto de mallas de plástico. En la estación se repiten escenas… Autos y camiones, con gente que ríe y de aspecto cansado, que tras comer, refrescarse y parlotear, prosigue su camino. Lo interesante es que el verde se va volviendo, cada vez, más intenso en esta parte del camino y más variedad de aves pueden avistarse. 
  Era el tercer día de viaje y a pesar de haber descansado sentía el cansancio. Las piernas, los brazos, la espalda daban indicios de estar cansado. Después de tomar líquido, comer algunas galletitas y disfrutar del aire acondicionado, retomé la marcha. 
  En la próxima parada pensaba almorzar. Quería ver el río Paraná, su fuerza, su furia como roja sangre que corre por estas venas de América del sur. Poco a poco, parecía que las distancias costaban más en recorrerlas. El tiempo parecía detenerse o la ansiedad aumentaba. El viaje se empezaba a volver monótono, entre tanta llanura. Pero no era así, aparecían agradables paisajes que impregnaban la retina dándole vida. Aves zancudas cada tanto alzaban vuelo. Algunos lagartos se veían en la ruta, por lo general muertos, aplastados. Sólo uno, uno sólo, pude ver vivo en mi camino. Ninguna víbora, lo cual era insólito en esta zona tan calurosa. También aparecían, cada tanto, extensiones de pasto quemado. 
  San Lorenzo estaba cerca, pero no me detuve allí. Proseguí hacia la ciudad de Empedrado. Quería comer pescado, ver el río Paraná. Al fin, sobre el medio día, con la ruta quemando las ruedas, llegué hasta la entrada del pueblo. Un cartel anuncia en letras rojas sobre un fondo blanco el nombre del pueblo "Empedrado", y abajo una leyenda dice: “La Perla del Paraná”. A un costado, al sur del cartel está la imagen de la Virgen de Itatí. A los lados, además, hay una oficina de la Dirección de Turismo de la Provincia de Corrientes que estaba cerrada a esa hora del domingo; del otro lado un mural con motivos indígenas. 
  Ingresé la calle principal y recorrí hasta el final, buscando un modo de bajar hasta la costa, pero no encontré forma. Pregunté a un habitante del lugar y me explicó que desde que se privatizó la zona de la costa sólo pagando se podía acceder. Seguramente había una forma de llegar pero no quise detenerme en esa búsqueda, por lo que regresé a la entrada en busca de un lugar propicio para almorzar. Había cambiado mucho el aspecto del pueblo desde la última vez que estuve allí. Desde donde se podía llegar con vehículo era posible ver el río, majestuoso, rojizo, impetuoso, en movimiento. Pero no era posible tocarlo, acercarse y sentir su agua. Recorrí con Black Horse toda la calle principal en sentido contrario, hacia la entrada, hacia la ruta. Sobre la margen norte del camino de entrada, a escasos 50 metros hay una parrillada, que tiene un poquito sombra bajo unos arbustos. Allí estacioné a Black Horse y me dirigí a tomar el almuerzo. Permanecí allí por espacio de una hora. Miré un poco de televisión, pero no pude comer pescado porque en el lugar no servían nada a base de pescado. No había aire acondicionado, sólo un ventilador grande cuyo ruido monótono provocaba una suerte de hipnotismo o somnolencia. El calor sumado al cansancio incitaba a tomar una siesta. De hecho, algunas personas dormitaban, echadas sobre el pasto bajo la sombra de unos arbustos, cerca del bar. 
  Con pocas ganas, en verdad, luego de una hora de descanso, retomé el camino de ida. Avancé hasta llegar a un lugar donde había un gran árbol. Era ideal parar allí para cargar combustible. Minutos después proseguí. 
  La siesta avanzaba cuando pasé por la ciudad de Corrientes. Muchas personas circulaban con motos de baja cilindrada. En la terminal de la ciudad el gentío esperaba los ómnibus sentada a la sombra. En los bares cercanos algunos tomaban refrescos, haciendo tiempo, deteniendo sus actividades a la hora de la siesta. Pude ver algunos vendedores de chipa correntina ofreciendo su producto -otrora artesanal, hoy industrializado, por decirlo de algún modo- en paradas del transporte colectivo local, en cercanías de supermercados o del hospital principal de la ciudad, el Hospital Escuela. 
  A pocos minutos de dejar la terminal llegué a la zona de la costanera Podía ver -ahora sí- al río, al majestuoso Paraná. El puente imponente se extiende de una costa a la otra del río sobre las siete corrientes. Sobre la margen este y al norte del puente, la arbolada costanera era transitada por importante número de personas. Al sur del puente pude ver lo que fue una novedad para mí, un nuevo balneario y la construcción de una nueva avenida costanera. Corrientes seguramente tiene otras cosas para mostrar, para ver, otros cambios, pero no quise detenerme, pues recorrer significaba tiempo, quizás no tanto, pero no era la hora de la siesta el momento ideal. Sólo las chicharras chillaban con fuerza. 
  Parecían disfrutar quienes estaban en la playa. En el río, algunos malloneros dormitaban bajo los furiosos rayos de Ra. El puente estaba muy transitado, como un sendero de hormigas. En un sentido y en otro, cruzaban autos, camiones, motocicletas, gente en bicicletas o caminando. Mucha gente rumbo a sus merecidas vacaciones. Algunos con tablas de surf, o con canoas. 
  El Paraná, en todo su esplendor, corría de norte a sur. Millones de litros por segundo… La vista es siempre agradable desde el puente Gral. San Martín, tanto al mirar hacia la ciudad de Corrientes como al mirar hacia el lado chaqueño. Hacia la provincia del Chaco se ven los bosquecillos de palmeras, arbustos y los cuantiosos arroyos llenos de camalotes o plantas de irupé que desembocan en el río. El colorido es impresionante, la abundancia de flores es riquísima. Garzas blancas y bandadas de pájaros se dan cita allí, sumándose al gentío que corre por la vía terrestre. El ganado vacuno, un tanto alejado de la ruta, pasta tranquilo. Se los ve descansar a la sombra de los arbustos y árboles. Las personas que se ven, ya más cerca de la ciudad de Resistencia, también descansan bajo las sombras de los árboles. Se ven personas en reposeras, dormitando, escuchando en la radio AM, chamamé. El cielo no tiene clemencia –dijo una mujer con quien hablé en la salida norte de Resistencia. Y agregó: “No llueve hace meses, amaga, amaga pero no llueve”. Se lamentó y rogó en guaraní. La ruta estaba que ardía a esa hora. Le pregunté a la mujer por una estación de servicio, que sabía que estaba, no muy lejos de allí. Ella me confirmó que aún existía la misma. Con la seguridad de que encontraría una estación más adelante me coloqué el casco y continué. A 7 kilómetros más adelante encontré la estación de servicio. Estaba cansado, el tercer día pesaba. Pero sólo restaban 170 kilómetros para llegar a la Vuelta Fermosa. 
  En la estación me niegan la venta de combustible si es que lo cargaría en un bidón. Pero era mi combustible de reserva. Les explico que para mí es fundamental contar con esa reserva, que me permite una autonomía mayor que la proporcionada por el tanque de la moto. Insisten en que tiene prohibida la venta en bidones. Pero insisto y argumento mis razones, les muestro mis mapas y la chapa de la moto, les cuento que es mi tercer día de viaje y que quiero llegar a mi ciudad natal. El empleado me reitera que esa es la orden del empleador. No me doy por vencido y pido hablar con el encargado. Pero me indica que no está. Alguien debe haber responsable –digo. ¿O es usted? Pregunto al hombre que me atendía. Mientras tanto dejé la moto a la sombra, me senté un rato. Finalmente pude hablar con el encargado, que era el hijo del dueño y expendía en la parte del kiosko de la estación. Al cabo de media hora me vendieron el preciado combustible. En ese tiempo aproveché para tomar medio litro de agua fresca, tan necesaria. Al tiempo que compartí unas galletitas y un par de latas de atún que no usaría, con un joven que depende de la misericordia para sobrevivir. Fue cuando pensé… habiendo tanta tierra, tanto ganado, era impensable ver tanta gente con hambre por doquier. El viejo problema de la distribución, de los juegos de poder, de los dobles discursos, del te saco por el poder que emana de vos, si vos que me votaste y te doy si quiero. Discursos y más discursos y pocos hechos de ayuda concreta. Líneas paralelas. Todo el tiempo se acercan, se alejan, nunca se tocan las líneas paralelas. Los hombres y mujeres de arriba y las mujeres y hombres de abajo. Dos mundos y un mismo suelo. Duele el suelo patrio que sangra, sangra rojo como el Paraná, Bermejo, Colorado. Salta La rioja, implora San Juan, Entre Ríos, Corrientes pero no soplan Buenos Aires y todo te rogamos Santa Cruz… Tierra del Fuego te rogamos San Salvador de Jujuy, de rodillas en la Vuelta Fermosa al son de una baguala. 
  La tarde avanza, el sol deja su huella en forma de espejos sobre el asfalto, como mares, como ríos… A un lado y otro del camino crecen bosques de palmeras, entre ellos montones de caraguatás pueden verse, así como otros tipos de vegetación del sotobosque. También pude ver zonas muy secas, con pastizales amarillentos que se tornan verdes en derredor de arroyos y riachuelos. Poco a poco, la tarde fue avanzando. Y no vi más oasis… Tal vez sí, un arbusto proyectando su sombra sobre una porción de banquina y sobre la ruta, pero nada más. Allí detuve a Black Horse, que pareció casi, casi, detenerse solo. Se terminó el combustible y era un lugar ideal para trasvasar el elemento esencial para su funcionamiento. Usé en ese momento la reserva que traía en el bidón. Una cosa que noté fue que el paisaje me resultaba conocido, pues durante muchos años crucé por estas rutas, por la 11, cuando estudiaba en la ciudad de Corrientes. Es la realidad de muchos jóvenes estudiantes del interior del país, que para poder continuar estudios, deben emigrar. Y eso marca en sus vidas, un antes y un después. Son 5 o 6 años que se va el joven a estudiar, a vivir a otras provincia a aprender nuevas costumbres y lleva las suyas consigo y traspasa esas costumbres a otros, como la de tomar tereré. Crea allí, en esa nueva tierra, sus primeras estrategias en el arte de vivir. Comienza a experimentar su independencia en distintos aspectos. 
   Aprovechando la sombra me senté a descansar, a recorrer mentalmente el largo camino realizado hasta el momento. Estaba satisfecho. Descubrir el paisaje –pensé- es como descubrirme a mí mismo en medio de la tarde, sentado sobre el pasto, a la sombra del único árbol en kilómetros. Sentí, en ese punto, a unos 1200 kilómetros del punto de partida que mi sueño estaba siendo realidad, una meta estaba convirtiéndose en punto de llegada real, palpable. A menos de 100 kilómetros estaba mi destino, pero cada hito, cada lugar visto o visitado fue también un hallazgo feliz. Un trago de agua -que estaba algo caliente- tomé. Luego respiré profundamente y seguí el viaje. 
   Poco a poco, el sol viraba de amarillo a rojo y con él, el cielo se oscurecía, pasaba de celeste a azul oscuro. Me coloque, entonces, el chaleco fluorescente con cintas reflectivas. El calor se sentía en el aire, estaba seco, se percibía algo de humo en ciertas zonas. Iba cantando, esperando que el final de la atardecer me encontrara sentado, en familia compartiendo una cerveza, bien fría. La última etapa del viaje iba transcurriendo tranquila y al iniciarse la noche, llegué a la zona del aeropuerto formoseño, al acceso sur de la ciudad. Las luces anaranjadas me anunciaban la proximidad de la misma. Me encontré con la inmensa cruz y su plazoleta, donde pude ver los pesebres, que cada año instalan allí. Giré en redondo sobre la rotonda para tomar el camino que llamamos circunvalación, para ir al acceso norte. Los barrios de viviendas, algunas de ladrillos vistos, pululan en derredor. Algunas viviendas están pintadas de blanco y otras tienen un color cemento claro o pálidos. Se suceden unos a otros los complejos habitacionales, construidos por el gobierno nacional o provincial. 
  Faltaba desde esa zona, donde me detuvo un semáforo, unos 5 kilómetros para la última parada. Al fin- dije. Después de 3 días terminaba el recorrido. Eran momentos de ansiedad, de encuentro, era volver… Estaba cansado pero feliz. Feliz por cumplir con el objetivo. Llegué al portón de entrada de la casa y vi a mis padres, estaban haciendo lo que esperaba hacer en unos minutos más… descansando, cómodamente sentados en reposeras… El cuentakilómetros marcaba 17.800.

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Atte. Pedro Buda

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