Esto que compartiré es lo que la memoria me permite
recordar de lo ocurrido en mi vida, desde aquella madrugada en que mi madre me
subió a las ancas de su caballo y nos pusimos en marcha a la casa de un
pariente. Uno que estaba al sur del río rojo sangre, y aún más allá de otro
río. El que supe después llaman Pirané.
Aquella
madrugada yo estaba pronto. Mi madre, dos días antes, me contó que haríamos un
viaje; pero me aclaró: “De esto no le digas a nadie che ra’y1” No recuerdo que me haya explicado nada más;
pero sus palabras me quedaron grabadas, máxime porque pocas cosas más me dijo…
o comentó durante el viaje o después. Ello debido a que después de dejarme en
casa del tío Dionisio, al regresar a nuestra casa, una bala de la guerra civil
la alcanzó, a pocos kilómetros de nuestro rancho.
Mi padre sabía
que mi madre y yo haríamos el viaje, sabía por qué y para qué lo haríamos; pero
le pidió a ella que no le dijera el destino, por mi propia seguridad. Él fue
apresado, y liberado pocos días después, tras el fin de la guerra. Supo de mi
madre cuando nuestro caballo llegó solo a la casa. Así que con cautela recorrió
el camino al sur de la casa. Unos lugareños al verlos, a él y al caballo,
reconocieron al animal.
“A este animal
lo montaba una bella mujer blanca, de larga cabellera negra, hace un par de
días” –le dijo una lugareña a mi padre. Mientras cabalgaba fue alcanzada por el
fuego de un grupo de vecinos armados que, al verla con el pañuelo verde al
cuello, le dispararon y la hirieron de muerte. El caballo dio varias vueltas en
derredor del cuerpo caído y luego se perdió de vista. El cuerpo de la mujer -el
de mi madre- fue enterrado debajo de un árbol. Ellos le mostraron el sitio a mi
padre. Sin embargo, eso lo sé porque un vecino de mi padre me lo contó hace
pocos años, cuando cumplí los sesenta y seis años. Es decir, sesenta años
después de llegar a estas tierras en las ancas de aquél caballo y con mi madre
conduciendo por entre medio de esos campos
Recuerdo que
durante el viaje hicimos varias paradas, en los tres días que duró. En general
andábamos de tardecita o en la madrugada, al menos los dos primeros días. El
tercero viajamos todo el tiempo, incluso en horas de la calurosa siesta.
Llevábamos lo puesto y nada más. Por momentos mi madre lloraba y poco más. No
decía palabra. Es claro hoy que ella intuía que no nos volveríamos a ver. Su
intuición la llevó a salvar mi vida, pero volvía junto a mi padre para
enfrentar juntos esos tiempos difíciles. No pudo llegar pero cumplió con su
objetivo. Es decir, me salvó del conflicto armado y sobreviví a la guerra.
Cuando pienso en
ella se me ocurre que sería interesante saber dónde fue sepultada. Reconocer
aquél árbol, al lado de cuyas raíces fue depositado su cuerpo inerte. Pero
bueno, quizás no importe tanto eso como saber, sí, que hubo unas personas que
se ocuparon de darle cristiana sepultura. Y la historia de esos últimos
momentos me llegó por boca de vecinos de mi padre –quien prosiguió su vida.
Volvió a casarse, unos años después de la guerra.
Crecí como un criadito en casa del tío Dionisio. Allí
con el tiempo tuve como compañeros de juego y de vida a otros cómo yo. Niños
que fuimos dejados a cargo de este tío que tenía un buen trabajo, pero que
también exigía de nuestra parte ayuda. Así nos puso a trabajar a todos cuántos
vivíamos con él y la tía. Éramos cinco los que fuimos a ayudar a casa de
vecinos y, como contrapartida, le dábamos dinero al tío. Él, cada sábado, nos
entregaba una parte. Así, desde los doce años, fui al cine y a los encuentros
de boxeo, junto con un primo mayor.
Aquellas noches
de boxeo eran particularmente interesantes para mí; pues cuánto hubiera dado
por tener la edad, la habilidad y la oportunidad de salvar la vida de aquella
mujer con el pañuelo verde al cuello que hizo un peregrinaje de tres días a
caballo para salvar mi vida.
Pedro Buda
2016
Walter H. Rotela
Voces guaraníes usadas
La mujer del pañuelo verde -
CC by -
Walter Hugo Rotela González
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