La imagen fue registrada por Walter Rotela
La señal
Salió
la travesía por la zona de volcanes el tercer día de las tan
planificadas vacaciones. Estaba fresco y parcialmente nublado. El
pronóstico indicaba momentos de lluvia, pero serían periodos
cortos, donde la mayor probabilidad era de agua nieve. Eso es raro
para quienes no vivimos en zonas de alta montaña, pero no para
quienes habitan arriba de los 3.500 o 4.000 metros sobre el nivel del
mar, en la zona de la precordillera.
Salimos a las 4,30 de la
madrugada para poder registrar la salida del sol. Eso era un esfuerzo
importante por cuanto estuvimos bebiendo un vino de la región hasta
entrada las dos de la madrugada. Pero el cuerpo aguanta, aguanta y
aguanta. Un trago de café bien amargo siempre repone de aventuras
nocturnas. La salida se pospuso una media hora por nuestra culpa. Era
difícil despertar y aprontar lo necesario para el día. Una mochila
cargada con lo básico para darse un baño en las zonas de aguas
termales, un poco de crema hidratante para el sol y las gafas
oscuras.
Con ganas, pero también con paso
lento, nos dirigimos a las camionetas que nos llevarían a recorrer
los más de 200 kilómetros de distancia por la zona de volcanes y
montañas. Gruesas nubes nos acecharon por doquier a lo largo del
camino. Pocas veces la luz fue total. En medio de una zona de rocas
extrañas, con forma de árbol, según el guía, nos detuvimos para
hacer registros fotográficos. Alguien se adormeció, le pusieron
música con más volumen del disfrutable y pronto se despabiló.
El aire estaba de fresco a frío,
pero seco. La vegetación parece no existir, pero sí hay, sólo que
en una forma que no es tan posible visualizar para quienes no
conocemos estos parajes, tan particulares. Al punto que al ver comer
a las vicuñas o a las llamas, alguien preguntó: ¿De qué se
alimentan? El conductor y guía contestó rápido y con picardía:
“Comen piedritas, no ven como comen las que hay ahí. Y la verdad
que había millones de piedras y parecían comer las mismas, pero no,
era una ilusión. Unas hierbas muy escasas, apenas visible, habían
entre piedra y piedra.
Bajamos casi sin ganas pero, tan
pronto tomamos contacto con el aire matutino, todo cambió. Un poco
de mate amargo -que unas argentinas, de la provincia de Formosa, llevaron consigo- nos despabiló, finalmente. Las imágenes que
logramos fueron excelentes, nada parecido hasta ese día. Pero eso es
poco decir con respecto a lo que una vez con los pies en la tierra
ocurrió. Es decir, bajar… habíamos bajado, pero el despertar fue
lento.
El contacto con tanta belleza,
con esas nubes al alcance de la mano, parecía irreal. Cada color,
cada textura era sumamente disfrutable. Sí, lo interesante es que
nosotros, los de ese grupo, nos sentíamos dispuestos a disfrutar.
Mas, nos costó más de mil bolivianos, asimilar aquellos rayos de
luces que partiendo tras las nubes se depositaban sobre el árido
suelo que se extendía a todo lo largo y ancho de nuestra experiencia
sensible visual. No podía ser, sin embargo, era simplemente hermoso.
Por otro lado, algo no estaba del todo comprensible. Aquella luz era
parecida a cualquier rayo de luz, pero tenía una suerte de cosa
rara, extraña, difícil de explicar con palabras.
Uno de los jóvenes del grupo lo
expuso así: “El sol ilumina a algunas rocas y luego se desvanece.
Incide sobre algunas porciones del terreno y se va. Como quien
alumbra con una linterna una porción de superficie, pero no
cualquiera, una superficie determinada, una y otra vez, como
resaltando el lugar”. La zona estaba a poca distancia, sin ser
posible precisar a cuánto. Cerca sí, pero indeterminable, a simple
vista. Los rayos partían de una nube que parecía no moverse, a
pesar del escaso viento en superficie. Pero esta superficie sobre la
que posábamos los pies estaba a tanta altura como suele estar alguna
nube, cualquiera. Y cual señal del tipo de las de clave morse
aquella luz comenzó a titilar, a encenderse y apagarse. El haz de
luz aparecía y desaparecía, con un ritmo, con una frecuencia que no
medimos, pero era rápido primero y lento después. Todo duró unos
diez minutos. No más.
Las fotografías no se hicieron
esperar y realizamos el registro pertinente, pero el viaje debía
continuar. No fue posible chequear las imágenes enseguida. Sólo en
la paz de la noche recordamos aquellas porciones de luz, su ritmo.
Alguien propuso que eran una suerte de señal. Pero la pregunta que
surgió entonces fue: ¿Quién emitía la señal? A lo que seguían
preguntas como: ¿con qué fin?; ¿Por qué nosotros y no otros
podíamos ver esa suerte de señal?
Las preguntas aún hoy, tres años
después, siguen sin respuestas. Con el grupo observamos varias veces
las imágenes fijas. Nadie pudo filmar aquellos haces de luz. Si bien
encendieron sus cámaras, no pudieron filmar. Ninguno. Hicimos
revisiones cruzadas de los aparatos y nada. Algo pasó aquel día y
no nos pareció prudente compartirlas con el servicio de vigilancia
estatal…
Pedro
Buda