viernes, 24 de agosto de 2018

Nunca mi memoria olvide


"La noche estaba fría y el invierno comenzaba a dar sus últimos golpes, la vida transitaba, como siempre. Las canas estaban ahí, entremezcladas, pero seguíamos dando batalla. La vida, sabíamos bien, se vive en cada instante, se goza, se transita. El gato que me enseñaste a querer esta aquí conmigo. Otra de tus enseñanzas" -así meditaba Estanislao, mientras los recuerdos le invadían las dendritas, cruzaban a otras y se transformaban en otros recuerdos, en experiencias nuevas y en vida, después de la vida. 
Justo frente a sí, veía pasar a aquella pareja veinteañera que caminaba por esa arena sobre el río, o sobre esa laguna donde celebraron ese "piquiniqui". Las bicicletas que los llevaban a encontrarse consigo mismos estaban oxidadas. Pero brillaban aquí, justo aquí, en esa porción de materia gris. 
Nada que reprochar se decía Estanislao, nada. Pues vivimos nuestras vidas a pleno, disfrutando cada momento. Y de eso se trata el vivir. Por eso, a media noche, cuando la música lo transportó a otros tiempos, le escribió una carta a su amor. Incluso le dibujó un título, lo escribió y lo llenó de recuerdos compartidos, lo impregnó de aromas, sensaciones, colores, temperaturas, miradas, sueños, deseos, vivencias compartidas, momentos felices y dolorosos. Lo llenó de todo eso que hace la vida. Pues la vida no termina con ese cambio de estado, simplemente muta, se transforma y adquiere una nueva forma, una significación.
La vida recién comienza... se decían a los trece años, lo repitieron a los quince años. La vida recién comienza se dijeron, nuevamente,  a los veinte años... La vida recién comienza... 
Así, Estanislao, recordó una nota que escribió algún tiempo atrás. En ella mencionaba que había cumplido con la promesa que le hizo a los veinte años... 



Siempre estarás en mí

Siempre estarás en mí fue el tema que puse, casi sin querer, en una selección de temas. Y qué cosa, hoy, como tantas mañanas, desperté soñando contigo.
Una vez, hace muchos años, te dije que siempre te amaría. Eso sigue siendo verdad hoy, más de 25 años después de que te lo dije. Frente a frente, cuando la pasión, el amor estuvo instalado en nuestros rostros, en nuestras manos, en nuestras vidas diarias.
No pude imaginar, entonces, que esto sería así, que sería verdad que te amaría de este modo que parece imposible. No importa si no soy correspondido, pero te amo desde lo más profundo de mi corazón. ¿Por qué? No importa, simplemente así lo siento. 
Creo que lo importante para mí, lo interesante es que dejaste una huella profunda en mí y eso es lo importante. Me marcaste y sigo pensando en ti, sigo soñando contigo, casi sin querer.
Cuando la vida conjugue nuevamente nuestros caminos te veré. Pero, hasta entonces, vale recordarte, vale soñarte, como ocurre, una de cada tantas noches o mañanas, cuando la vida me pesca con una sonrisa en los labios.
No importa que no estemos juntos, qué le puedo hacer. No diré más, pero ahí estás como un sueño, como siempre, aunque a mi lado no estés. Y cumplo, no sé cómo, ni por qué, con aquella frase que expresé sobre una hoja: “Nunca mi memoria olvide”.

martes, 14 de agosto de 2018

Capítulo III de: Buscando... las llaves, las rutas

Lo que transcribo más abajo es parte del capítulo III de la novela Buscando... las llaves, las rutas. 



III

Creo que merece un capítulo aparte, en esta historia, lo relacionado con una porción del mundo de las rutas terrestres del sur del sur, a la que se ha llamado la “rotonda del reencuentro”.
Antes que nada, conviene que me presente, pues por solicitud del autor voy a tomar la palabra en esta parte del relato. Soy un estudiante universitario que pasa, gran parte del año, en la Ciudad de los Siete Caminos, aunque soy originario de un pueblo llamado “Pescado Hediondo”, un lugar bastante más lejos que la ciudad de Bella Cruz, y hacia el norte de la rotonda, como ésta última.
Mi nombre es Enrique Cano Marotta, pero todos me dicen “cabeza”. Por lo cual no puedo enojarme, puesto que mi cabeza es particularmente grande, no desproporcionada, pero sí grande. No uso el cabello largo, sin embargo, mi cabeza sigue siendo grande. ¡Qué le voy a hacer! Es de familia.
El autor, a quien conozco hace un tiempo, en una ronda entre viejos conocidos, nos propuso escribir un libro a los allí presentes. De hecho, fuimos citados por él, en un bar, frecuentados por nosotros. Se llama lo de “Doña Laureana”. Necesito contar, antes de proseguir, que las empanadas que allí hacen son jugosas y algo picantes, lo ideal para acompañar con una buena cerveza. Él pagó las dos primeras docenas de empanadas y las diez primeras cervezas. Era importante el calor esa noche y tuvimos, la imperiosa, necesidad de seguir bebiendo cervezas bien heladas, hasta la madrugada. Pero… ¿por qué la necesidad…? Pues simplemente porque acordamos allí los temas que abordaría cada uno; además, una vez terminado, tendríamos una reunión para compartir el producto y explicar, parte de lo relatado. Era toda una aventura, y tres meses después, nos volvimos a reunir.
Si ustedes están leyendo esto es porque logramos cumplir con nuestro objetivo primario: publicarlo. Esto sería el trabajo final del autor: la corrección y el convencer a la editorial para que se jugara por el material. Si todo salía bien, la promesa fue reunirnos nuevamente para compartir no sólo empanadas y cerveza, sino un asado y parrillada completa, todo pagado por el autor o la editorial.
El bar “Doña Laureana” es conocido por muchos estudiantes, pues allí se puede conocer a algún camionero que nos permita viajar con ellos gratis, a nuestras tierras de procedencia. Viajar se vuelve bastante oneroso cuanto más lejos está la casa paterna.
Muchos somos de provincias alejadas y otros de países vecinos. Generalmente, los estudiantes, vamos hasta la rotonda El reencuentro y punto. Allí llegamos y nos encomendamos al creador y a la virgen para que algún camionero nos lleve, de un tirón, a nuestras tierras. Pero no siempre es así de fácil. Muchas veces llegar implica más de una parada. Y no sólo se viaja en camión, a veces y con mucha suerte, viajamos en auto o camioneta pick up.
Estar haciendo dedo en la rotonda el Reencuentro, y si venías de Siete Caminos, implica que hayas pasado por Puertas del Infierno. Y lo que ves allí es parte del paisaje urbano. Lo primero es atravesar el río Manguruyú mirándolo desde el puente, tan majestuoso como el río que atraviesa. Si se cruza de tardecita o de noche son sus luces anaranjadas las que te guían en esa ruta. Están a todo lo largo de los accesos este y oeste del puente, y en todo su recorrido. Ves el río que corre furioso si juzgas por los remolinos que se arman y siguen su curso. Los pescadores son apenas visibles a esa hora y desde la altura. Se ven como pequeñas estrellas luminosas sobre la superficie.
Son sus linternas que parecen luciérnagas sobre el espacio. Los ves de día y de noche, siempre con los mallones desplegados en las aguas. Buscando… atrapar al manguruyú, al surubí o al dorado que vaga por las bravas aguas del río.
Cuando terminas de cruzar el puente, si es de mañana o a cierta hora de la tarde, ves a las mujeres vendiendo el pescado al costado de la ruta 14.
De día se puede apreciar el verde en distintos matices, del más claro al más oscuro. En el follaje de arbustos, en los camalotes, en los irupés, en el pasto y hasta en las cotorras que vuelan por allí. El marrón del agua en parte se mezcla con las amarillas arenas que se tornan rojizas por los sedimentos que transporta el río. El agua toma la apariencia de sangre según la hora del día, según haya más o menos luz, o parece un espejo cuando el sol y desde cierta distancia lo aprecias.
Entre el verde follaje de la costa se percibe el camino hecho sobre la tierra por los pescadores; los cuidadores de vacas que andan en la vuelta; por los animales que recorren entre los matorrales de la ribera. Son senderos en todas direcciones que siempre terminan en el río o en los cuantiosos canales que llegan al Manguruyú.
Sobre los canales otra jungla, una de camalote e irupé, y otras especies de plantas acuáticas. Al costado de esos serpenteantes caminos algunas veces se ven apiarios.
Sobre las riberas de los canales se ven juncos o totoras, donde se oculta algún carpincho. Se observan aves zancudas que vienen a comer, algunas se posan sobre el irupé. Con atención se aprecia el graznido de estas aves, como los cantos de otras mil especies… patillos, cigüeñas, gorriones, garzas, horneros, algún pitogüé (también conocido como pájaro de mal agüero, benteveo, bichofeo o Montevideo) que anda sobrevolando. Y que, si anda cerca de Puertas del Infierno, más de uno se pone en guardia.
Con suerte puede verse algún pariente reconocible de antiguos dinosaurios, me refiero al yacaré. En fin, con un poco de atención puede apreciarse la gran diversidad de vegetales y animales que conforman esta zona ribereña.
Pero… volviendo al paisaje nocturno, la variedad se torna más amplia como interesante por lo curiosa. Sobre la ruta, a pocos kilómetros de la cabecera del puente se ve el desfile de hombres vestidos de mujer de un lado del camino y a trabajadoras sociales del otro. Justo en las inmediaciones de Puertas del Infierno. Donde el rojizo color de las luces da el tono adecuado al paisaje nocturno, que es vigilado por el personal del GES.
Para el mayor y mejor control de la actividad, en pos de la salubridad de la población – dicen. ¡Quizás… sea cierto! Yo dudo.
La rotonda El Reencuentro es una zona de vital importancia en la vida de las rutas. Allí se cruzan la ruta 28 (con dirección norte-sur o sur-norte) con la ruta 14 (con dirección este-oeste u oeste-este). Esta rotonda se encuentra a unos 15 kilómetros de la Ciudad de los siete caminos, de donde parto, al menos una vez al mes, para ir al pago donde nací.
Y dista apenas a 2 kilómetros de Puertas del Infierno. Es un puesto subsidiario de Puertas…
A 9 kilómetros de la rotonda y hacia el norte está la Ciudad de la Bella Cruz.
Hacia el oste continúa la ruta 14 que lleva a otras provincias. La ruta 28 lleva al sur del país, conecta con muchas otras rutas importantes, y por el norte, a otro país. Casi une medio país y conecta con el todo, más allá de fronteras. O sea que es un punto neurálgico de la vida en esta porción de rutas y poblaciones.
Al oeste de la rotonda se desarrolla una extensa llanura que, poco a poco, se vuelve más y más agreste, más seca y tórrida. Se pasa de la fuerza de verdes y multicolores de la vegetación en zona de riberas del río Manguruyú y los riachos que desembocan en él a un monótono amarillo pajizo, a bosques de palmeras y arbustos varios. Se forman como islas de árboles entre los cuales se refugia el ganado ante las inclemencias del tiempo. El bosque de palmeras es lo que predomina en la zona. La belleza está en ellas, pero pasa desapercibida para el hombre común de estos lugares, por la costumbre que tiene de verlos, por la casi monotonía de la llanura. Sin embargo, no es así para compañeros y amigos que vienen de otros lugares y admiran estas tierras.
Una de las cosas que asombra a los extranjeros es la biodiversidad, la variedad de pájaros y aves de diversos tamaños que hay primero en los riachos y esteros, y después, en esas islas de bosques donde acuden los animales a refugiarse del calor característicos aquí. No es ni todo trigo, ni todo eucalipto, ni toda soja. Pero ¿hasta cuándo? es la pregunta del millón… Pero eso es tema para otro libro o la disertación en otras partes, no lo propuesto por el autor.
En la rotonda se cruzan destinos. Se aúnan esfuerzos y se acumulan historias de caminos. Hay días que el agobiante calor mueve a la solidaridad. Si alguien tiene una botella de litro de refresco, comparte con otros que esperan.
A unos pocos metros, quizás casi a un kilómetro al sur, hay una estación de servicio y expendio de combustible. Al lado y como parte de los servicios que se brindan hay una parrillada. Hay agua y bebida frescas. Pero, para estudiantes como yo, lo importante es que haya agua. Especialmente en los calurosos días de verano. Pero claro, en invierno necesitamos un mate calentito, y dónde sino en la estación conseguimos el agua para el mate mientras esperamos que alguien nos lleve. A veces, llegamos a la mañana temprano y recién de tardecita, alguien nos levanta. Algunas veces podemos llegar hasta la mitad del camino y allí debemos volver a intentar que alguien nos lleve hasta el destino. Pero por qué se da la solidaridad en estos lugares.
Pues porque quien va a hacer dedo es gente que no siempre puede pagar un boleto o que
quizás busca ahorrar dinero para poder hacer otras cosas. Muchos de nosotros dependemos de nuestros padres, y esa es una forma de ayudar en las economías de la familia. Por ejemplo, si no gastas en transporte quizás puedas ir al cine o a un baile una vez al mes. Es un pequeño sacrificio en pos de un beneficio posterior.
En la rotonda convergen, no sólo caminos, sino también anécdotas, historias, leyendas. Pero algunas surgen allí mismo, en esa confluencia de caminantes y camioneros, de oficios y ocupaciones, de roles y enrolados… En fin, una de ellas tuvo por personaje principal a un agente del GES. Algunos dicen que fue un hermano del sargento 1º Becerra, principal agente de Puertas del Infierno. Otros dicen que fue el mismo Becerra el protagonista de la risueña anécdota. Sin embargo, fui testigo de aquél caso, razón por la cual el autor me pidió que me refiriera al mismo. No conocía de nombre al sargento; aunque sí lo había visto infinidad de veces. El tipo en cuestión, un ser vivo, pues definimos al ser vivo como aquél capaz de moverse, de incorporar alimento y evacuar los excedentes. Entonces, este sujeto estaba vivo. Es o era un tipo obeso, rechoncho, como una pelota de fútbol o como la pelota que se usa para jugar al “pato”, que es un juego en que los participantes pelean, montados a caballo, por una pelota con asas. Insisto en que era o es porque hace tiempo que no lo veo. Y quizás sus mismas prácticas lo llevaron al final de su recorrido.

miércoles, 1 de agosto de 2018

Remolinos en la siesta

"REMOLINOS EN LA SIESTA" es el título de uno de los relatos que conforman el libro de cuentos <<VARIACIONES SOBRE VIENTOS>> recientemente publicado en Bubok. 

 Descarga gratis el libro en archivo .pdf

Les dejo más abajo el texto completo. Sin embargo, la descarga del libro es gratuita desde la plataforma de la Editorial Bubok Argentina. 

  
Remolinos en la siesta

Lo que voy a relatar a continuación ocurrió en tiempos de mi niñez, en las tierras de las largas siestas. En esa hora que el sol expresa toda su furia sobre los habitantes; sobre los ralos pastos; sobre las aves que se atreven a recorrer el vasto territorio, de quebrado suelo por la sequedad. En esos momentos donde el sonido ensordecedor de las chicharras puebla toda la atmósfera.  
El sol seca los charcos que se forman tras las lluvias que ocurren, intermitentes y escasas, en los meses de verano. Cuando la temperatura llega a los cincuenta grados sobre el cero, a eso del medio día, empieza a soplar el viento norte. Irremediable, cada día, se repite igual. Una y otra vez, todos los santos días de la estación calurosa.
El viento surge, salido de quién sabe dónde y carretea -cual avión de caza- sobre la llanura ardiente y doliente. Como quejidos se escucha, a veces, el crepitar del pasto cuando unida al viento, se enciende, se quema y tiñe de negro la faz gris del lodazal. Cual niño travieso, corretea en zigzag, gambeteando, como jugando a la pelota tatá[1].
Sobre la vasta planicie se forman remolinos, que tan pronto se inician desaparecen. Así, las calles polvorientas son como pistas donde el viento juega.
Los caracoleros, una especie de aves muy característica de la zona del norte argentino, vigilan desde la cima de los postes del cableado de corriente eléctrica. Al primer movimiento de sus presas, caen con furia y precisión. Lo toman con sus garras y los llevan hasta lo más alto… Las aves pequeñas se refugian en los arbustos, entre los espinillos, o donde pueden. Las gallinas, obedientes, se esconden a la sombra en los gallineros. El picoteo es intenso y parece que a nada conducirá; pero, de tanto en tanto, alguna lombriz es extraída de la lodosa tierra seca. Nada parece moverse, sólo el canto de las cigarras inunda el aire. La gente hace la siesta. Los niños se revelan, pero el cansancio los vuelve tumba y desaparecen sobre la tierra mojada y a la sombra de los mangos, los limoneros o cualquier trazo de sombra posible.      
Durante la tarde en cuestión, un vehículo cuatro ruedas, de un viajante -esos vendedores ambulantes que ofrecen aquellos objetos que sólo se consiguen en las capitales de las provincias más importantes- se avecinó por el camino que lleva a la isla. Allí viven unas escasas veinte almas. Y él, el viajante, provee a la mujer que atiende el almacén-cantina. Pocos son los que llegan a la isla Jagua Piru[2].
El viajante alcanzó el final del polvoriento caminó y estacionó el auto. Se acercó a la orilla y subió a la canoa para que, el canoero, lo llevara hasta Jagua Piru. Levantó el pedido y entregó cierta mercancía encargada el mes anterior. En una hora y media, poco más o menos, estuvo de regreso dentro de su auto. El calor fue particularmente intenso ese día. La temperatura había trepado a los 48 grados, anunció el locutor de la radio local, en el informativo del medio día. Sin embargo, afuera, sobre el camino de tierra y piedras, la temperatura era mayor. Los remolinos giraban alocados esa siesta. Delante del parabrisas un ardiente paisaje era la más clara expresión del infierno. El cansancio acumulado tomaba forma de largos bostezos.
Esa siesta, el viajante quiso volver rápido al camino asfaltado. Encendió el motor, que rugió con fuerza, y salió debajo de la escasa sombra del árbol de paraíso bajo el cual lo dejó.

El sol quemaba los campos y a las bestias que andaban por ahí. Algunos lagartos, y otros bichos, yacían al costado del camino. Otros, atropellados o a medio devorar, eran la evidencia de que la muerte asolaba aquellos olvidados territorios. Los remolinos cruzaban, de un lado al otro, los caminos polvorientos. Los cincuenta kilómetros que hay hasta la ruta asfaltada parecían interminables, imposibles de recorrer a salvo. Las chicharras ayudaban a aturdir los sentidos. Enervaban, debilitaban la concentración.   
A mitad de camino hacia la civilización, el viento tiró con fuerza a un caracolero sobre el parabrisas. El impacto fue tal que sorprendió al experimentado conductor. Hizo una brusca maniobra y terminó con el vehículo en un zanjón, cinco metros más allá de la banquina. Quedó contenido entre pastizales secos y tierra cuarteada.
El ruidoso chillido de las chicharras se detuvo un instante. Quizás fue un segundo, quizás una hora. El viajante reparó en que veía todo desde arriba como un caracolero, pero el todo giraba como un remolino. Confusión, aturdimiento y, al mismo tiempo, la certeza, la verdad que asoma cuando menos la esperas, en medio de un extraño silencio.    
Dos días después se inició la búsqueda en la zona debido a una denuncia por desaparición, tramitada por el compañero del viajante, quien lo esperaba, aquella siesta, en otro almacén, en la periferia de la ciudad.
El viento arreciaba del norte. El mismo aire en movimiento esparció los olores de un cuerpo en descomposición hasta los órganos olfativos de los sabuesos de la patrulla de uniformados. En las inmediaciones del auto nada indicaba robo o signos de violencia.
Un caracolero sobrevolaba, como errante, el monte cercano. En tanto, un grupo de buitres montaba guardia en inmediaciones del auto siniestrado, al momento de hallarse el cuerpo sin vida de un masculino de entre treinta y treinta y cinco años, el viajante, que reposaba inclinado sobre el volante.
Walter H. Rotela G.
                                                                                                                                          Pedro Buda


[1] Juego de pelota que se realiza con un balón de fuego, confeccionado con trapo embebido en material combustible al que se le prende fuego y se tira a la concurrencia y que para evitarla la patean a cualquier parte. 
[2] “Perro flaco” en lengua guaraní.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...