domingo, 21 de febrero de 2010

Cuento: El Perfume de Ernestina



Durante el año 1990 hice, todas las tardes, el mismo recorrido. De la habitación que ocupaba en la pensión a la escuela. Distaba esta a veinticuatro cuadras, ni una más ni una menos. Fui conociendo, poco a poco, las casas, los portones donde encontraría los perros ladrando, los horarios y costumbres de la gente que se cruzaba conmigo, siempre a la misma hora. Entre tantas cosas que se mantenían iguales, estaba una ventana. Un ventanal, en realidad. En la mitad exacta, a las doce cuadras, justo en la esquina. Allí todos los días, a la misma hora, en la misma ventana, las mismas perfumadas flores y una mujer mirando la calle. 

Alguien puede estar tentado a pensar: qué tiene eso de raro, de extraño o sustancial para ser contado. Tal vez, hasta allí nada. Pero he ahí la razón de este relato veraz, tan increíble como cierto. Esa mujer, todos los días, cuando yo cruzaba, abría la ventana. Del interior salía un inconfundible aroma de flores. Flores recién cortadas, que se veían en un costado del ventanal. No sé como, pero todos los días, de lunes a viernes, coincidía –extrañamente- que al cruzar por esa esquina, por esa ventana de la duodécima cuadra que separaba la pensión de la escuela, se abría el ventanal y afloraba aquél aroma.
Al principio, no conocía gran parte de las casas, pero el paso diario, ininterrumpido, por las mismas veredas, me llevó a conocer y anticipar cada una, cada dueño, cada ruido de las veinte y pico de cuadras.
Una de esas casas, de esos frentes, era la de esta mujer: una señora canosa, de arrugas apenas marcadas, de piel rozagante que poco a poco se fue transformando en blanca, muy blanca. El aroma que emanaba nunca dejó de impresionarme.
No sabía el nombre de aquella señora, y “Señora” con mayúscula. Pues, pude notar con el paso del tiempo, que exhibía todo el porte de una gran dama. Su mirar era, casi siempre, inexpresivo; aunque poseía un dejo de soledad: como quien espera a alguien por toda una vida y nunca se presenta...
Al término del año culminé el curso de enfermería. Y como parte de los beneficios que teníamos, estaba el figurar en una nómina de una bolsa de trabajo. La gente solicitaba un auxiliar de enfermería y la escuela contactaba con un estudiante o auxiliar egresado. Le ofrecía el puesto al que creía conveniente según el caso y lo ponía en contacto con la familia, de ese modo ayudaba a uno y a otro.
Un día la secretaria me llamó aparte y me ofreció cubrir un turno de trabajo. El sueldo por hora no era poco, tampoco mucho, pero era un ingreso y experiencia laboral, además de la recomendación. Sin pensarlo mucho, acepté en el mismo instante.
La secretaria me dio la dirección y no pensé en el asunto hasta el día siguiente. Cuando me puse en camino hacia el lugar reparé que coincidía casi, con la esquina donde aquella mujer abría las ventanas a diario.
El horario en que debía presentarme era el mismo en que, habitualmente lo hacía al ir a clases, por lo cual no representó un problema, sino una continuación de la costumbre adquirida. Así que, ese día, fue como salir para la escuela de enfermería, aunque a sabiendas de que no llegaría allí, sino a otra parte. Iba, ahora, a poner en práctica, todo aquello que había aprendido durante un año. Me sentía confiado.
Partí con un poco de anticipación, no quería llegar tarde el primer día de trabajo. Además, se acostumbra en enfermería llegar con quince minutos de anticipación para pasar las novedades del turno. Una vez en camino, iba atendiendo la numeración. Al fin, llegué a la dirección exacta. Correspondía a una puerta antes, de la del ventanal. Casualidad –pensé-. Parado frente a la enorme puerta de madera, di un par de golpes con el llamador de bronce, prolijamente lustrado, imitación exacta de una mano pequeña. Instantes después escuché pasos, en lo que parecía un largo corredor. Mi intuición fue correcta. Apareció una mujer de cuarenta años, aproximadamente, bien vestida, que usaba un vestido azul, sobre el cual traía puesto un delantal de cocina. Me saludó y contesté. Le dije quien era, por lo que me hizo pasar al interior de una habitación que estaba al final del corredor. “Espere un momento”-dijo- y se retiró. “Se parece a la mujer que veo todos los días en la ventana” -pensé.
Quedé solo en la habitación. Un silencio profundo reinaba en él -en toda la casa me pareció también-. Dejé de oír los pasos de la mujer. Temí...que mi respiración perturbara aquél silencio. Traté de quedarme muy quieto. Pero en tan silencioso lugar, era posible oír -creo- hasta cuando me acomodaba en el sillón de paja.
En una de las paredes había una puerta de vidrios espejados. Me veía reflejado en ellos. En otra pared sólo un vano que oficiaba de paso hacia un pasillo.
El tiempo parecía transcurrir muy lentamente, cada vez más, como si fuese deteniéndose. Un reloj de pie marcaba, acompasadamente, un ciclo. Parecía moverse muy lentamente, cada vez más, como que se iba deteniendo. Pero era monótono, igual, inquietante. La atmósfera en aquella habitación-perceptiblemente cerrada- comenzó a influir en mi ánimo. Sentí que me adormecía. El compás del péndulo unido a la tranquilidad y al aire viciado del cuarto ejerció una especie de hipnotismo. Cuando estaba a punto de bostezar, ingresó la mujer del vestido azul, por la misma puerta por donde se había ido. Sólo que esta vez, no escuché los pasos al aproximarse. Diría que al verla en el vano de aquella pared, como una escuálida espectral presencia, sentí un escalofrío que me recorrió cada célula. Supongo que estaba a punto de cruzar el frágil umbral de vigilia-sueño.
-Joven -dijo la mujer, mirándome tranquilamente- espero no haberlo hecho esperar demasiado, pero... comprenderá usted, estaba cocinando... Le ruego me disculpe.
-Claro -asentí. Volví a quedar callado.
Repentinamente, el reloj –que no emitía ruido alguno según me parecía- dio cinco campanadas. Es la hora –dijo la mujer. Abrió la puerta de vidrios espejados y me condujo a otra habitación. Enseguida deduje que era lo que correspondía a la casa de la esquina, al ventanal. Supe, entonces, que aquella casa tenía dos puertas de entradas paralelas y dos pasillos paralelos, pero me esperaban otras sorpresas.
“Ella es mi hermana Ernestina- susurró la mujer del vestido azul. Usted la acompañará todos las tardes a partir de las cinco. Le ruego sea puntual como hoy. Es más –agregó- le pediré que llegue quince minutos antes como hoy. Yo le entregaré el té y usted se lo traerá a mi hermana. Comprendió... Bien, -prosiguió- usted podrá sentarse en este sillón; aquí tiene revistas o lo que desee. Hay muchos libros como verá.” Ciertamente, la pared estaba tapizada de libros.
Ernestina, casi ni se inmutó ante mi presencia. Estaba abriendo, como todas las tardes a la misma hora, el ventanal. Tras lo cual se dispuso a tomar el té, lo cual pude notar era más que beber la infusión, era una ceremonia, un ritual diario, donde ella se entregaba a una suerte de meditación. Ese día, pude ver de cerca aquellas flores que parecían tan naturales... pero su materia prima era el plástico. La fragancia a flores, sin embargo, era exquisitamente real, tanto como lo es el perfume que usa Ernestina.
Pedro Buda 2001


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Atte. Pedro Buda

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