La luz entraba por la puerta del fondo, por la
abertura del norte, pues había otra al sur. El sol, en la mañana, se colaba por
entre las hojas del parral y subía la escalera para llegar al suelo del taller. Como el sol, el hombre veterano con su bastón subía. Paso por paso ascendían,
uno y otro, hasta llegar al interior del recinto donde desarrollaba su
actividad como mecánico tornero, desde hacía demasiado tiempo, treinta y largos
–quizás- cuarenta años.
Cada mañana, se levantaba temprano, justo después
que los gallos y gallinas del corral saludaban al sol, iniciando su
acostumbrada rutina matinal. Su esposa acudía a la cocina y ponía el agua a
calentar. Era el inicio de su propia rutina, dentro de su reino. Pues cada
miembro del matrimonio tenía sus dominios y respetaban los límites de cada
cual.
Don Jorge la seguía un rato después, no más de diez
minutos después. Si estaba frío arrimaba algunas leñas a las brazas de la
estufa aún encendidas y volvía a templarse un poco el hogar.
Doña Írida se colocaba el grueso chal marrón de vicuña y salía al patio. Miraba el
estado de sus plantas, saludaba a los animales y les daba de comer. Cada mañana
miraba por primera vez a sus orquídeas, las que eran su orgullo dentro de su
jardín. Sin embargo, tenía un montón de plantas, muchas con flores vistosas;
otras cuyas hojas eran extrañas, llamativas. El jardín surgía de entre las
piedras de la ladera de la colina donde estaba construida la casa y el taller.
Don Jorge meditaba cada día sobre los tiempos que
corrían. Buscaba soluciones y las encontraba, de una u otra forma. Tanto
hurgaba en sus pensamientos como se encomendaba a Dios. Un tipo creyente,
conocedor de los ministerios y misterios de la fe. Formado en los talleres de
una de las congregaciones más conocidas del Monrou, palpó de cerca la vida de
los religiosos, asimiló sus costumbres, creencias y filosofía de vida.
Con el mate
pronto y unas galletas de campaña iniciaban el día, Jorge e Írida. Sentados
frente a la estufa hundían la mirada en el fuego por un rato, cada tanto
surgían algunas palabras, pero su comunicación se daba de otro modo, en sus
miradas, en gestos, en acciones compartidas, para lo que no necesitaba decir
nada, pues existían acuerdos de muchos años. Entre estos que, ella se ocupaba de la casa, y él del taller.
Las plantas eran regadas, podadas y cuidada de toda alimaña habida. Él se
ocupaba de podar el parral en la fecha acostumbrada, de fumigar y hacerle todas
las curaciones requeridas para su buen desarrollo. Cada parral era casi como un
hijo más. Aunque tenían 3, siempre había lugar para alguien más, para criar a
algún animalito o planta.
Cada año, al cosechar las uvas don Jorge hacía vino
que luego compartía con amigos y la familia, con conocedores del tema. Pues
buscaba mejorar su producto. Lo cierto es que pocos conocían el verdadero
cuidado que lleva el parral, y entonces, una pregunta que tenía en sus momentos
de cavilaciones era "¿quién se ocupará del parral después de mi última
puesta de sol?"
Cuando el sol nacía, sin embargo, en cada mañana, él
podía ver su ascenso por la escalera que llevaba a su taller. Cuando llegaba al
segundo escalón era hora de subir también él. Don Jorge se preparaba para
iniciar su actividad en el taller. Subía lentamente pero con agilidad, despacio
pero sin temor, cuidando cada paso como cada palabra dicha. La inteligencia,
creía él, podía medirse por el uso de la palabra exacta, en el momento
adecuado. Como quien escribe poemas, él cuidaba cada frase, mirando a su
interlocutor, escuchándolo.
Jorge guardaba cuantiosos recuerdos de su juventud,
los cuidaba como correspondía a un tesoro. Esa riqueza tenía la forma física de
álbumes de fotografías. De él surgían no imágenes, como simplemente se podría
apreciar, sino cientos de anécdotas, historias, vivencias que conformaban no
solo su pasado, sino su presente. La tranquilidad y quietud del pueblo era
compensada con el vívido recuerdo de los años pasados en la capital.
El taller era su lugar de trabajo, el sitio donde
reparaba máquinas rotas, engranajes, donde le daba forma a las ideas. Aquellos
pensamientos, esas soluciones a tantas cuestiones tomaban cuerpo en ese
contexto, entre máquinas y herramientas. "La precisión lo es todo, en este
trabajo" –decía. Por eso, cuando la vista le daba lo último de sus
posibilidades decidió dejar que otro siga su camino. Había sido tornero del
pueblo, el único, por muchos años. Pero hacía poco un joven artesano como él,
se había instalado también en el pueblo. Ambos compartían clientes, pero
después de un tiempo don Jorge comenzó a recomendarlo para casi cada trabajo
que le ofrecían, pues no podía cumplir con muchos de los trabajos, debido a la
pérdida de la calidad de la visión.
El taller había sido su vida, su refugio, su
pasatiempo. Incluso hay una foto, en su añejo álbum de fotografías, que
registra el frente de su taller donde don Jorge comparte sus fotografías y
anécdotas con amigos. Era el acceso para clientes y amigos.
Nunca se vio en el frente un letrero, pero todo el
mundo en el pueblo sabía donde quedaba el taller de don Jorge. Cada trabajo era
también una oportunidad para charlar con alguien, pero también podía
transformarse en una conversación, en la discusión de un tema importante. En su
comunicación alternaba el humor, la picardía, el comentario correcto, fundado.
"En la precisión está la inteligencia" –solía repetir.
El taller se ubicaba a mitad de camino entre el club
de arriba y el club de abajo, casi en el centro de la capital del oro. Don
Jorge como doña Írida vieron pasar a muchos buscadores de oro, conocieron a
extranjeros con alta capacitación y a obreros con músculos de hierro que se
adentraban en las minas en busca del preciado metal.
Hoy nada queda del taller, solo una pintura al óleo
realizada sobre madera balsa de los que se usan para contener motores, como
aquellos cuyas piezas don Jorge reparaba. En el reverso de la pintura se lee
"FRÁGIL", quizás como un guiño del creador que insinúa sobre la
fragilidad del recuerdo, de las cosas, de la vida, sobre lo imparable del
transcurrir del tiempo. Ese tiempo que buscamos recortar, detener, fijar en
fotografías, grabados o en la escritura de un cuento.
Pedro Buda 2012
SAFE CREATIVE
Identificador: 1505264179763
Fecha de registro: 26-may-2015
22:59 UTC
Licencia: Creative Commons
Reconocimiento 3.0
Autor: Walter Hugo Rotela
González
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Atte. Pedro Buda