"REMOLINOS EN LA SIESTA" es el título de uno de los relatos que conforman el libro de cuentos <<VARIACIONES SOBRE VIENTOS>> recientemente publicado en Bubok.
Les dejo más abajo el texto completo. Sin embargo, la descarga del libro es gratuita desde la plataforma de la Editorial Bubok Argentina.
Remolinos
en la siesta
Lo que voy a relatar a continuación
ocurrió en tiempos de mi niñez, en las tierras de las largas siestas. En esa
hora que el sol expresa toda su furia sobre los habitantes; sobre los ralos
pastos; sobre las aves que se atreven a recorrer el vasto territorio, de
quebrado suelo por la sequedad. En esos momentos donde el sonido ensordecedor
de las chicharras puebla toda la atmósfera.
El sol seca los
charcos que se forman tras las lluvias que ocurren, intermitentes y escasas, en
los meses de verano. Cuando la temperatura llega a los cincuenta grados sobre
el cero, a eso del medio día, empieza a soplar el viento norte. Irremediable,
cada día, se repite igual. Una y otra vez, todos los santos días de la estación
calurosa.
El viento surge,
salido de quién sabe dónde y carretea -cual avión de caza- sobre la llanura
ardiente y doliente. Como quejidos se escucha, a veces, el crepitar del pasto
cuando unida al viento, se enciende, se quema y tiñe de negro la faz gris del
lodazal. Cual niño travieso, corretea en zigzag, gambeteando, como jugando a la
pelota tatá[1].
Sobre la vasta
planicie se forman remolinos, que tan pronto se inician desaparecen. Así, las
calles polvorientas son como pistas donde el viento juega.
Los caracoleros,
una especie de aves muy característica de la zona del norte argentino, vigilan
desde la cima de los postes del cableado de corriente eléctrica. Al primer
movimiento de sus presas, caen con furia y precisión. Lo toman con sus garras y
los llevan hasta lo más alto… Las aves pequeñas se refugian en los arbustos,
entre los espinillos, o donde pueden. Las gallinas, obedientes, se esconden a
la sombra en los gallineros. El picoteo es intenso y parece que a nada
conducirá; pero, de tanto en tanto, alguna lombriz es extraída de la lodosa
tierra seca. Nada parece moverse, sólo el canto de las cigarras inunda el aire.
La gente hace la siesta. Los niños se revelan, pero el cansancio los vuelve tumba
y desaparecen sobre la tierra mojada y a la sombra de los mangos, los limoneros
o cualquier trazo de sombra posible.
Durante la tarde
en cuestión, un vehículo cuatro ruedas, de un viajante -esos vendedores
ambulantes que ofrecen aquellos objetos que sólo se consiguen en las capitales
de las provincias más importantes- se avecinó por el camino que lleva a la
isla. Allí viven unas escasas veinte almas. Y él, el viajante, provee a la
mujer que atiende el almacén-cantina. Pocos son los que llegan a la isla Jagua Piru[2].
El viajante alcanzó
el final del polvoriento caminó y estacionó el auto. Se acercó a la orilla y
subió a la canoa para que, el canoero, lo llevara hasta Jagua Piru. Levantó el
pedido y entregó cierta mercancía encargada el mes anterior. En una hora y
media, poco más o menos, estuvo de regreso dentro de su auto. El calor fue
particularmente intenso ese día. La temperatura había trepado a los 48 grados,
anunció el locutor de la radio local, en el informativo del medio día. Sin
embargo, afuera, sobre el camino de tierra y piedras, la temperatura era mayor.
Los remolinos giraban alocados esa siesta. Delante del parabrisas un ardiente
paisaje era la más clara expresión del infierno. El cansancio acumulado tomaba
forma de largos bostezos.
Esa siesta, el
viajante quiso volver rápido al camino asfaltado. Encendió el motor, que rugió
con fuerza, y salió debajo de la escasa sombra del árbol de paraíso bajo el
cual lo dejó.
El sol quemaba los
campos y a las bestias que andaban por ahí. Algunos lagartos, y otros bichos, yacían
al costado del camino. Otros, atropellados o a medio devorar, eran la evidencia
de que la muerte asolaba aquellos olvidados territorios. Los remolinos
cruzaban, de un lado al otro, los caminos polvorientos. Los cincuenta
kilómetros que hay hasta la ruta asfaltada parecían interminables, imposibles
de recorrer a salvo. Las chicharras ayudaban a aturdir los sentidos. Enervaban,
debilitaban la concentración.
A mitad de camino
hacia la civilización, el viento tiró con fuerza a un caracolero sobre el
parabrisas. El impacto fue tal que sorprendió al experimentado conductor. Hizo
una brusca maniobra y terminó con el vehículo en un zanjón, cinco metros más
allá de la banquina. Quedó contenido entre pastizales secos y tierra cuarteada.
El ruidoso chillido
de las chicharras se detuvo un instante. Quizás fue un segundo, quizás una
hora. El viajante reparó en que veía todo desde arriba como un caracolero, pero
el todo giraba como un remolino. Confusión, aturdimiento y, al mismo tiempo, la
certeza, la verdad que asoma cuando menos la esperas, en medio de un extraño
silencio.
Dos días después
se inició la búsqueda en la zona debido a una denuncia por desaparición, tramitada
por el compañero del viajante, quien lo esperaba, aquella siesta, en otro
almacén, en la periferia de la ciudad.
El viento arreciaba
del norte. El mismo aire en movimiento esparció los olores de un cuerpo en
descomposición hasta los órganos olfativos de los sabuesos de la patrulla de
uniformados. En las inmediaciones del auto nada indicaba robo o signos de
violencia.
Un caracolero
sobrevolaba, como errante, el monte cercano. En tanto, un grupo de buitres
montaba guardia en inmediaciones del auto siniestrado, al momento de hallarse
el cuerpo sin vida de un masculino de entre treinta y treinta y cinco años, el
viajante, que reposaba inclinado sobre el volante.
Walter H. Rotela G.
Pedro
Buda
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Atte. Pedro Buda