Don Roberto Fuentes, llegado el día de las elecciones nacionales, fue
a votar. Le tocaba sufragar en la misma institución donde cursó sus estudios
primarios. Haciendo la fila para acceder a la urna recordó viejas historias de
la infancia. Por momentos se lo veía sonreír, de a ratos el ceño aparecía
fruncido y nervioso. Esto empezó a llamar la atención de uno de los
funcionarios que atendía en la mesa de votación.
Llegado el turno de don Roberto presentó la
Credencial Cívica, el fiscal buscó en la lista que disponía ante sus gafas y lo
autorizó a ingresar al cuarto secreto, al aula de clases que tan bien conocía
don Roberto, pero de lo cual nada dijo en ese momento.
Ingresó, buscó su lista y dirigió la mirada hacia
los bancos, hacia la mesa del maestro de cuarto año de la escuela primaria.
Parecía estar allí el viejo Rigoberto, al que tantos como él, le temían en la
niñez. Rigoberto y su hermano, habían creado una malísima relación con la
mayoría de sus alumnos y el tiempo no había borrado los malos momentos.
El fiscal de mesa miraba insistentemente su reloj
pues el hombre adentro demoraba más de lo prudencial, más que lo que cualquier
otra persona que hubiese pasado en sus casi veinte años de servicio a la
democracia, como fiscal, como testigo de elecciones nacionales, de lo cual
estaba muy orgulloso. Miró su reloj por enésima vez y cuando estaba a punto de
ir a ver qué demoraba al votante, éste salió sonriendo.
Uno de los integrantes de la mesa, el que se había
percatado temprano de la sonrisa y el nerviosismo del votante lo miró y con muy
poco tacto le espetó: “¿Por qué tardó tanto? ¿No vio que hay muchas personas
esperando por entrar y seguir con su actividades?”. Don Roberto Fuentes con su
mirada más calma y con una paz que brotaba de su interior, expresada en una cordial sonrisa le contestó,
con voz entrecortada pero alegre:
- Es que… recordé algunas anécdotas de mi niñez… Fui alumno de esta institución, cursé en este salón el cuarto año escolar. Y gran parte del año lo pasé parado en un rincón… al lado del pizarrón que está allí –dijo, señalado hacia la puerta.
- Es que… recordé algunas anécdotas de mi niñez… Fui alumno de esta institución, cursé en este salón el cuarto año escolar. Y gran parte del año lo pasé parado en un rincón… al lado del pizarrón que está allí –dijo, señalado hacia la puerta.
Las personas que estaban allí no entendían nada,
pero poco a poco iban haciendo el esfuerzo de escuchar lo que el hombre
contaba.
- Entiendo… pero también podía recordar esos momento aquí afuera ¿no?
- Entiendo… pero también podía recordar esos momento aquí afuera ¿no?
̶ Sí… pero es
que hice algo más que le parecerá ridículo…
- Bueno, si es que le parece mejor cuéntenos, pues
nos tiene intrigados… -todos parecieron asentir la idea con la cabeza.
̶ Bueno,
pues me paré en el mismo rincón donde pasé tantas tardes en mi infancia, cuando
cursé el cuarto año.
La risa escapó de los oyentes -como de altoparlantes-
y quien contaba la anécdota también echó a reír y sintió un alivio enorme. Lo
miró al fiscal y le dijo:
̶ Gracias…
esto fue muy liberador, no me había sentido tan bien desde quién sabe cuánto tiempo.
Esto fue liberador… gracias.
Caminando rumbo a la salida iba con una amplia
sonrisa y recordó a los dos maestros: Rigoberto al que llamaban “Rigor” y a su
hermano Justo, a quien se referían como “El injusto”. Ambos lo habían marcado
en la niñez de un modo u otro. Uno le había dejado una cicatriz al romperle una
regla en la cabeza, la cual tuvo que pagar el padre de don Roberto Fuentes. El
señor Fuentes de Vida, quien no dudó un instante en atender la solicitud del
maestro. Éste era considerado toda una institución, el ejemplo de rectitud y
buen ejemplo.
Eran tiempos en que la autoridad del maestro era
incuestionable, donde los derechos de los niños era algo que si existía, nadie
escuchaba su voz, pues el adulto era quien tenía la única palabra. El otro
maestro le dejó una huella más profunda, una casi imperceptible, lo había hecho
sentir humillado ante todos al no poder contener la orina a la salida de
clases. Lo que se manifestó en los pantalones mojados. Toda la clase lo
observó, después que el docente le recriminó la incontinencia. El niño quiso
explicar que no había podido ir al baño por estar castigado, por estar parado
en el rincón, el mismo rincón de cada día, el mismo al que había acudido minutos
antes como en una suerte de purificación, de purga de un mal recuerdo
reemplazado ahora por la sonrisa compartida con los ciudadanos que elegían a
sus representantes.
La herida empezaba a cerrar, era algo pendiente, y
se sabía feliz, pues como profesional de la salud sabía que las heridas curan
si nos ocupamos de ellas. Siguió sus pasos hacia la calle y mentalmente
expulsaba a los malos recuerdos al rincón.
Pedro Buda 2012
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