Este relato
está basado en lo narrado por una amiga que, cada tanto, me aporta anécdotas
para utilizarlas, si lo deseo, como
materia prima para cuentos u otras yerbas.
Silvia había
salido, como todos los días, corriendo de uno de sus trabajos para llegar a otro,
que nos tiene como compañeros de tareas en esta ciudad de Montevideo. Venía en
el ómnibus, de una de las líneas de transporte urbano, que habitualmente utiliza.
Suele contar que si una de las ellas se demora, intenta con la otra. Los
ómnibus, que hacen uno de los recorridos, circulan a paso tortuga, pero son los
que tienen la parada más cercana. El horario del fin de su primer trabajo diario
casi coincide con la salida de muchos colegios de primaria. Es una hora pico, en
el que conciertan también las salidas de muchos funcionarios públicos. Eso no
hace sino aumentar el número de pasajeros por unidad, con la consabida
problemática que ello ocasiona: empujones, roces entre las personas que están
cansadas, miradas que parecen matar, insultos al guarda o al chofer y un largo
etc.
En una de esas
corridas, justamente la de ayer, ocurrió lo que me contó apenas llegó, casi sin
aliento y en medio de risas y asombro aún. Ella misma no podía creerlo, pero
había estado: detenida en la comisaría.
− ¡Vengo de la
Comisaría, estuvimos detenidos!… ¡increíble!… je je je
Cuando la oí
dije, me está embromando, pero como no es de hacer bromas, la escuché
atentamente. Lo relató… lentamente. Muy pausadamente, me pareció, como para poder digerir lo que había ocurrido.
Pues hay cosas que al contarlas, recién adquieren real dimensión.
-El ómnibus
venía lleno hasta la puerta –prosiguió. No cabía un alfiler. En la segunda
parada, después que subí al transporte, trepó una mujer de vestimenta elegante,
gafas oscuras y bastón blanco -característico de los invidentes. Unos que son
retráctiles. Era un claro indicio de que se trataba de una mujer ciega. Lo reconocieron así tanto el guarda como el
chofer. Antes de subir preguntó: “¿Pasa por San Pancracio?”
− Sí… -le
contestó el chofer.
Silvia –siguió
describiendo la escena y dijo: “Cuando avanzó unos pasos dentro del coche, el
chofer solicitó -con voz grave pero amable- un asiento para la señora.” De
hecho, hay un asiento para lisiados y uno para mujeres en cinta, dentro de cada
unidad. Y es de uso, que quien lo ocupa lo cede cuando sube alguien con dichas
características. Como nadie se levantaba, el chofer alzó un poco el volumen de
voz.
− ¡Por favor,
la persona que está sentada en el asiento para lisiados, tenga la amabilidad de
ceder el lugar a la señora…!
En tanto el
guarda, con su monótono tono falsete, repitió lo acostumbrado:
− Por favor,
si se molestan… Hay lugar en el fondo… Decía esto al tiempo que golpeaba uno
de los caños para agarrarse con una
moneda de 10 pesos.
La invidente,
vestida íntegramente de negro, no se dio
por aludida, en un primer momento. Pero el guarda, la tomó del brazo con
amabilidad, para conducirla hasta el asiento que, por fin, fue desocupado. Fue
entonces que, la señora, forcejeó y pidió al guarda que la soltara -con voz
firme y clara. El guarda, atónito, le explicó que deseaba ayudarla, conducirla
hasta el asiento. A esto la mujer espetó:
− ¡Faltaba
más! Gracias, pero no necesito sentarme. Estoy bien de pie.
En ese
momento, el chofer, que seguía la escena por los espejos internos del coche,
intervino.
− Señora, por
favor, siéntese. El coche está lleno y no puedo continuar la marcha si usted no
se sienta.
− ¡No me
sentaré! No lo preciso. Y no lo haré, si no lo quiero.
Todo el coche
comenzó a prestar atención al diálogo entre la señora vestida de negro y los
funcionarios de la empresa de transporte urbano. Quienes hablaban por su
celular fueron apagándolos… o empezaron a seguir con la mirada, lo que pasaba
en el sector anterior. Dos que venían, muy ensimismados, besuqueándose y
atrayendo la mirada de los pasajeros, también se dieron vuelta y pasaron de
mirados a observadores. Un adolescente, que venía escuchando música de su Mp4 a
todo volumen, sintió la tensión en el ambiente; en la mirada de los otros. Bajó
el volumen primero y luego lo apagó. Sintió, de modo impactante, el abrumador silencio
que había….
El aire dentro
del micro se enrareció, y no por la falta de oxígeno… El conductor insistió en que no proseguiría
la marcha de no sentarse la señora ciega. Ella replicó que: tenía derecho a
viajar parada, si así le parecía. Y aclaró: Soy abogada, conozco mis derechos.
Trabajo en la Intendencia –agregó.
“Con más razón
señora…” -dijeron algunos pasajeros -que intervinieron casi automáticamente, al unísono.
−Con más
razón… -repitió el chofer. Se sienta o…
no continúo la marcha –aseveró.
− ¡No! ¡No! –contestó
enérgica y rotundamente, la mujer del bastoncillo retráctil.
−Entonces,
deberá bajarse… señora –agregó el chofer, con un tono de voz diferente, más
enfadado a esa altura. Casi fuera de sí.
Las personas
se impacientaban. El coche no se movía. El chofer se había levantado de su
asiento y miraba a la mujer, como un gavilán mirará a su presa desde las
alturas. La invidente se mantenía en pie y lucía una suerte de sonrisa en los
labios, desafiante. Era de apariencia frágil y pequeña, en comparación, con el sólido
metro ochenta de la figura del chofer.
Del fondo
gritaron…
− ¡Vo! ¡Mové el coche que tengo que llegar a mi
otro laburo…!
− ¡No lo
muevo!... Quedate tranquilo… ¡No lo muevo si, la señora… no se sienta!
Los pasajeros
comenzaron a inquietarse y a mostrar su impaciencia, cada vez más. Unos miraban sus relojes
pulsera, otros la hora en el celular; pero todos indicaban, de un modo u otro, que
pasaba el tiempo. Alguien tomó el tiempo y aclaró que hacía siete minutos que
estaban detenidos.
Todo el mundo,
casi al unísono, pidió a la mujer que tomara asiento; así podrían continuar.
− ¡Siéntese mujer!
Así podremos seguir –dijo una joven, de unos treinta años.
− ¡No me
grite! –aulló la invidente.
− ¡Está bien...!
–dijo el chofer. Se terminó… vamos todos a la comisaría y punto. Acto seguido,
puso primera, segunda, tercera y fue expreso, sin detenerse en ninguna de las
paradas siguientes, hasta llegar frente a la Jefatura de Policía. Una que está
cercana al recorrido de la línea en que viajaba Silvia. Cuando llegó al lugar,
abrió la puerta delantera y se bajó, dejando al guarda encerrado con toda la
gente dentro. Tardó unos minutos, tras ingresar al recinto, y volvió con dos
uniformados.
El ómnibus quedó
inmóvil, con las puertas cerradas y la gente chillando. El guarda, intentó
calmar los ánimos, pero no fue mucho lo
que pudo lograr.
Por espacio de
unos 20 minutos estuvieron demorados, en dividida discusión, en la que ahora
intervenía el personal policial, ante la intransigencia de la abogada
invidente.
Finalmente la
señora, acompañada de los oficiales de la ley, bajó del coche y éste continuó
el recorrido. Todo el mundo suspiró aliviado, pero los rostros mostraban: unos,
enojo; otros, fastidio; pero la mayoría esbozaron una sonrisa ante lo
anecdótico de la situación.
Silvia llegó
media hora más tarde de lo habitual, aunque se había tomado un taxi desde la
seccional policial, para disminuir la tardanza. Todo terminó en una anécdota,
un cuento; pero historias de éstas se repiten, una y otra vez, todos los días,
en medio del trajín; de la carrera de un trabajo a otro, donde hay muchos más
que dicen: “Conozco mis derechos”.
Pedro
Buda 2011
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Atte. Pedro Buda