domingo, 23 de febrero de 2020

La señal

La señal es el título del cuento que comparto más abajo. Forma parte del libro "Cosas curiosas en los caminos de las cumbres". Si bien todo lo escrito en el libro es ficción, algunos pobladores dicen haber escuchado o visto cosas extrañas en la zona del salar de Uyuni, y fue eso lo que me motivó a escribir este libro de cuentos.

La imagen fue registrada por Walter Rotela 

La señal


Salió la travesía por la zona de volcanes el tercer día de las tan planificadas vacaciones. Estaba fresco y parcialmente nublado. El pronóstico indicaba momentos de lluvia, pero serían periodos cortos, donde la mayor probabilidad era de agua nieve. Eso es raro para quienes no vivimos en zonas de alta montaña, pero no para quienes habitan arriba de los 3.500 o 4.000 metros sobre el nivel del mar, en la zona de la precordillera.
Salimos a las 4,30 de la madrugada para poder registrar la salida del sol. Eso era un esfuerzo importante por cuanto estuvimos bebiendo un vino de la región hasta entrada las dos de la madrugada. Pero el cuerpo aguanta, aguanta y aguanta. Un trago de café bien amargo siempre repone de aventuras nocturnas. La salida se pospuso una media hora por nuestra culpa. Era difícil despertar y aprontar lo necesario para el día. Una mochila cargada con lo básico para darse un baño en las zonas de aguas termales, un poco de crema hidratante para el sol y las gafas oscuras.
Con ganas, pero también con paso lento, nos dirigimos a las camionetas que nos llevarían a recorrer los más de 200 kilómetros de distancia por la zona de volcanes y montañas. Gruesas nubes nos acecharon por doquier a lo largo del camino. Pocas veces la luz fue total. En medio de una zona de rocas extrañas, con forma de árbol, según el guía, nos detuvimos para hacer registros fotográficos. Alguien se adormeció, le pusieron música con más volumen del disfrutable y pronto se despabiló.
El aire estaba de fresco a frío, pero seco. La vegetación parece no existir, pero sí hay, sólo que en una forma que no es tan posible visualizar para quienes no conocemos estos parajes, tan particulares. Al punto que al ver comer a las vicuñas o a las llamas, alguien preguntó: ¿De qué se alimentan? El conductor y guía contestó rápido y con picardía: “Comen piedritas, no ven como comen las que hay ahí. Y la verdad que había millones de piedras y parecían comer las mismas, pero no, era una ilusión. Unas hierbas muy escasas, apenas visible, habían entre piedra y piedra.
Bajamos casi sin ganas pero, tan pronto tomamos contacto con el aire matutino, todo cambió. Un poco de mate amargo -que unas argentinas, de la provincia de Formosa, llevaron consigo- nos despabiló, finalmente. Las imágenes que logramos fueron excelentes, nada parecido hasta ese día. Pero eso es poco decir con respecto a lo que una vez con los pies en la tierra ocurrió. Es decir, bajar… habíamos bajado, pero el despertar fue lento.
El contacto con tanta belleza, con esas nubes al alcance de la mano, parecía irreal. Cada color, cada textura era sumamente disfrutable. Sí, lo interesante es que nosotros, los de ese grupo, nos sentíamos dispuestos a disfrutar. Mas, nos costó más de mil bolivianos, asimilar aquellos rayos de luces que partiendo tras las nubes se depositaban sobre el árido suelo que se extendía a todo lo largo y ancho de nuestra experiencia sensible visual. No podía ser, sin embargo, era simplemente hermoso. Por otro lado, algo no estaba del todo comprensible. Aquella luz era parecida a cualquier rayo de luz, pero tenía una suerte de cosa rara, extraña, difícil de explicar con palabras.
Uno de los jóvenes del grupo lo expuso así: “El sol ilumina a algunas rocas y luego se desvanece. Incide sobre algunas porciones del terreno y se va. Como quien alumbra con una linterna una porción de superficie, pero no cualquiera, una superficie determinada, una y otra vez, como resaltando el lugar”. La zona estaba a poca distancia, sin ser posible precisar a cuánto. Cerca sí, pero indeterminable, a simple vista. Los rayos partían de una nube que parecía no moverse, a pesar del escaso viento en superficie. Pero esta superficie sobre la que posábamos los pies estaba a tanta altura como suele estar alguna nube, cualquiera. Y cual señal del tipo de las de clave morse aquella luz comenzó a titilar, a encenderse y apagarse. El haz de luz aparecía y desaparecía, con un ritmo, con una frecuencia que no medimos, pero era rápido primero y lento después. Todo duró unos diez minutos. No más.
Las fotografías no se hicieron esperar y realizamos el registro pertinente, pero el viaje debía continuar. No fue posible chequear las imágenes enseguida. Sólo en la paz de la noche recordamos aquellas porciones de luz, su ritmo. Alguien propuso que eran una suerte de señal. Pero la pregunta que surgió entonces fue: ¿Quién emitía la señal? A lo que seguían preguntas como: ¿con qué fin?; ¿Por qué nosotros y no otros podíamos ver esa suerte de señal?
Las preguntas aún hoy, tres años después, siguen sin respuestas. Con el grupo observamos varias veces las imágenes fijas. Nadie pudo filmar aquellos haces de luz. Si bien encendieron sus cámaras, no pudieron filmar. Ninguno. Hicimos revisiones cruzadas de los aparatos y nada. Algo pasó aquel día y no nos pareció prudente compartirlas con el servicio de vigilancia estatal…




Pedro Buda


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