jueves, 2 de noviembre de 2017

El olor de la muerte



Cuando doña Juana llegó el martes para visitar al santito, como de costumbre, me percaté del asunto. Sin embargo, preferí mantenerme alerta y sin decir nada. Podría estar equivocado.
Doña Juana es muy devota del santito. Viene cada mes en la misma fecha y me compra las velas. Tengo el puesto justo en frente a la entrada del templo. Después de jubilarme como enfermero, se me ocurrió esto de la venta de velas. Con el tiempo agregué estampitas, libritos, postales, fotos del templo y de la imagen del santito. Así conocí, en estos años, a mucha gente; incluso demasiada, para mi gusto.
El último martes pasó algo raro, o no tanto; aunque sí particular. Doña Juana vino y compró las siete velas rojas de costumbre. Inmediatamente percibí el olor.
Ella estaba algo agitada, pálida. Si bien se expresó correctamente en forma oral, sentí que sus palabras no las pronunciaba con total fluidez. Parecía faltarle el aire, arrastraba las vocales. Pero ella siguió, como siempre, hacia el templo, aunque con paso titubeante. Se detuvo, más veces que lo habitual, en cada escalón.  
Me quedé pensando. Ella tenía todos los signos de quien está en ese punto sin retorno, en el camino hacia la muerte. El olor que emanaba de su cuerpo era, sin duda, el olor de la muerte.
Al día siguiente me enteré que, ese martes, doña Juana había partido al encuentro del santito. Sus cenizas, sin embargo, quedaron depositadas junto a la imagen de su devoción.
Pedro Buda
2016
                                                                                                                                      Walter H. Rotela


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