A orillas del río San José, sobre
un costado de la ruta 45 y del puente que lo cruza, puede verse claramente una
silla reposera. Está algo herrumbrada, lo que es un claro signo, de por sí, del
paso cierto del tiempo. Lo marcan además las tiras rotas que antaño sujetaban a
alguien sentado allí, y que miraba su caña, su línea de pescar y la otra
orilla.
Todo el que
viene mira aquella silla, pero nadie la quita del lugar, nadie la corre, nadie
dice nada. Ese silencio cómplice tiene su punto de origen en una leyenda que
circula en las cercanías del río, a orillas del puente y un poco más allá. No
todos conocen bien el relato. Muchos menos son los que pueden testificar que el
caso es cierto. Pero la leyenda está
presente y, después de unos vasos de buen vino, algún lugareño accede a contar.
Pero no fue como yo me enteré del asunto. En realidad fue de otro modo.
Había visto en
una primera incursión al lugar unas hermosas plantas de higo. Quise volver por
algún fruto y lo hice, pero fue más que eso lo que encontré. Hallé a un experimentado
hombre de campaña, de unos setenta años, conocedor de mil historias del lugar y
que en su bicicleta andaba recolectando algunos higos maduros para comer en el
momento. Lo hizo, compartió esta historia y algunas más; luego se subió al biciclo
y prosiguió su rutina diaria.
̶ Vio la silla que está al lado del puente –me
dijo cuando le conté que había visitado el lugar.
̶ Sí, una herrumbrada, que está en un claro
junto a la entrada –contesté.
̶ Bien, esa
silla está ahí desde el verano del ’76…
̶
¿Tanto tiempo…?
̶ El tiempo es relativo mi hijo, el tiempo es
relativo… o no leyó lo que dijo Einstein… La expresión me sorprendió y calé que
el hombre no era un tipo cualquiera, un simple labrador, un gaucho, lo que era previsible
pensar al mirar su bombacha, boina y alpargatas que llevaba bien calzadas. Su
bicicleta de media carrera era vieja pero en un muy buen estado. Supe que debía
escuchar atentamente lo que tenía por contar.
El hombre mayor
era una especie de Quijote, aunque bien cuerdo, muy lúcido, pero su apariencia
escuálida daba una impresión que se caía al verlo manejar su cuchillo de larga hoja,
de mango de madera que lucía tan añosa como su portador.
̶ ¿Así que vio la silla? –continuó. Mirándome
fijamente a los ojos cuando habló.
̶ Sí, la vi. Y
pensé, en un primer momento, que podría ser de alguno de los pescadores que
estaban en las cercanías. Pero, al mirarla más detenidamente, me pareció que estaba
allí desde cierto tiempo. Sin embargo, nadie la tocaba. Andando por la orilla
también vi una caña de pescar, de esas comunes de caña silvestre que sale a
orillas de esteros o lagunas, con su tanza y un anzuelo, escondida entre
arbustos, pero visible a simple vista. Sin embargo, nadie la tocó. Y ninguno
que estuviese pescando tenía por qué esconder una cañita, pero me pareció claro
también, nadie toca lo que no es suyo, al menos en estas orillas.
̶ Así es
jovencito… Perdón, pero comprenderá que a mi edad, sea usted un jovencito…
̶ Bien… pero no
me cuezo en el primer hervor… -nos reímos juntos y mostró una sonrisa
tranquila, calmada, con mucho de sabiduría, de años vividos…
̶ Mire… esa
reposera está ahí después que el cuarto hijo - de los ocho- de doña Genoveva y
don Tránsito, el Lito, fuera a pescar una tarde de Semana Santa, dicen que un
viernes, y no volvió.
̶ ¿Y qué le
pasó?...
̶ Ahora le
cuento… -dijo esto al tiempo que cortaba unos higos que estaba sacando de una
de las tres higueras del lugar. Sólo sacaba las maduras y las comía, como quien
apetece una golosina después en la media tarde.
Resulta que el
Lito fue a “pecar”… ¡qué digo! Fue a pescar… Bueno, la madre siempre dijo que
fue un pecado el ir un Viernes Santo a pescar. Por eso lo menciono. Ese día
doña Genoveva fue al templo a participar de las ceremonias religiosas y cuando
volvió el Lito se había marchado a la costa del río. Era tiempos difíciles
esos.
̶ Tiempos de noches oscuras…
̶ Eso… bueno, pero ¿quién sabe? Lo cierto es
que el Lito fue con su caña de pesca y
llevó también su escopeta WINCHESTER, calibre 12. La tenía impecable. Yo
la vi varias veces en su casa junto con su padre, don Tránsito. Se cuenta que
vio un ciervo y no aguantó, dejó la caña ahí, la silla y se largó a cruzar el
río a nado. Llevó su escopeta en alto y fue a perseguir al venado.
̶ Pero el
hombre era cazador, conocía la zona, supongo. Es raro que se perdiera, por
ejemplo.
̶ Bueno, ahí está la cosa… Quizás no se perdió,
sino que lo perdieron… no sé si me entiende.
̶ Sí claro…
¿Así que desde ese día no se lo volvió a ver?
̶ Así es. Y la
silla quedó allí nomás. Nadie la ha quitado en todos estos años. Doña Genoveva
nunca quiso venir a ver el lugar. Don Tránsito se acercó un día, una siesta y
se sentó largo rato allí mismo mirando la otra orilla. Después de ese día nunca
más volvió y nunca más volvió a ser el mismo. El Lito desapareció como si le
hubiese tragado el monte. Y se sabe que los Viernes Santos la pesca es buena en
esta zona, pero no otro día más. Por eso, a esa silla que usted vio le dicen: “la
silla del pescador fantasma”.
̶ Interesante
historia… -le dije, al tiempo que el hombre subía a su bicicleta con luz
delantera y gato trasero.
̶ Lo es. Pero no es cuento, pasó hace tiempo y
muchos no quieren hablar del asunto, pero a la silla nadie la toca ¿vio?
Pedro Buda
Walter Rotela
Excelente como siempre Walter...!!! felicitaciones.
ResponderEliminarexcelente Walter como siempre...!!! felicitaciones un abrazo enorme.
ResponderEliminarGracias Dany. El lugar tiene magia para más ficciones...
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