Era
la noche de víspera de navidad y el cielo estaba nublado, gris. Algo de brisa
movía lentamente enrojecidas nubes dispersas que entrelazadas, cual eslabones
de una gran cadena de una larga historia, pasaban en celestial imagen.
Ruidos de cohetes y bombas de estruendo
terribles se mezclaban con distintos tipos musicales que, al unísono flotaban en
el aire limpio de la Noche Buena.
El cuarto estaba abierto, tanto del lado
de la puerta que daba al salón principal como la puerta de dos hojas que daba a
la azotea. El viento corría de un lado al otro trayendo olores a comidas y
petardos, a perfumes de flores distantes y a los usados por mujeres
circundantes.
Dentro del cuarto todo estaba tranquilo,
solo la música giraba mansa y acogedora en medio del parqué que relucía, por
haber sido limpiado y luego encerado. Esto resaltaba sobremanera la limpieza
del cuarto, el cual estaba arreglado como para una ceremonia nupcial, como para
un par de recién casados.
Ella estaba vestida como una reina, de
jean, con el cabello largo impecable, bien peinado y delicadamente arreglado,
como solo ella se daba maña para lograrlo, en las tardes tranquilas, luego de
la faena diaria. Él estaba, como
haciendo juego, vestido de pantalones vaqueros y camisa blanca, mangas largas
arremangadas, con el cabello corto, muy corto – tal como el personaje de una
película que estrenaban esa semana en la cartelera de un cine del centro.
Eran realmente una pareja, por como
lucían, por como estaban vestidos, por lo bien que se llevaban. Eran dos
individuos que armonizaban por esa rara casualidad del destino.
La noche estaba con toda la calma y el
movimiento a la vez, con toda la paz y la algarabía de la noche buena.
Esa fresca noche, algo nublada en que
todos comían, brindaban y cuando todos se estrechaban abrazos y regalaban
besos, ellos se disponían a entregarse en cuerpo y alma. Por casualidad ocurrió
su encuentro en ese lugar del universo, como por obra del destino, del
designio, de esas cosas de la vida de las cuales no se saben por qué pasan,
pero pasan. Y en un momento inesperado. Esa misma noche un niño estaba pasando
hambre, vagando en busca de algún alimento, de algún resto de comida, de algún
trozo de torta o pan dulce que impida al estómago hacer más ruido.
La pareja se dejó influir por la música
y se unieron en una simple danza, en un girar suave, acompañando las melodías
que brotaban mansas de dos negros parlantes de un radio-grabador.
Ella lo tomó por el cuello; él la abrazó
por la cintura. Aproximaron sus mejillas y se rozaron pálidas, suaves, casi
imperceptiblemente. Sintieron, sin embargo, que se encendía un rubor, afloraba
un calor y surgió un beso, la unión de sus cuerpos en una sola pieza danzante.
Del patio vecino surgió despacio,
sigilosamente, una sombra. Un niño de grandes ojos negros, de esclerótica muy
blanca, que resaltaba en medio de su oscura piel morena. Lentamente llegó hasta
las inmediaciones de la terraza, sobre el borde lindante, en una esquina, bajo
la frondosa copa del árbol del patio vecino. Éste lo protegía de los
esporádicos momentos de “luz” luna.
Junto a la puerta de dos hojas que daba
a la terraza había un clásico paquete de pan dulce; una botella de sidra y otra
de vino; pan negro y varios fiambres cortados en fetas y en trozos; unas
porciones de pizza y algo de ensalada de frutas. Todo eso estaba sobre una
mesita plegable junto a un par de
sillones bajos.
Ellos volaban en un sueño de amor, en un
baile sin fin, en medio de un momento eterno. El niño estaba atento, escuchaba
y esperaba el justo momento, el instante preciso en que habría de tomar aquél
botín que al alcance la mano y ante sus ojos tenía. Esperaba simplemente
quieto.
La música seguía sonando aún mientras el
pequeño se animó a salir de su improvisado escondite en rápido y pensado
movimiento para llegar al botín. Lo tomaría y saldría como un rayo, tal como lo
había visto en la televisión, en las películas del cine al que alguna vez fue y
al que accedió sin que los acomodadores lo vieran.
Los perfumes flotaban en el tranquilo
aire del cuarto y afuera la brisa embriagaba con perfumes de frutas de estación
y flores, con el aromático olor de la
cebada transformada en cerveza.
Adentro los jóvenes sentían sus cuerpos
calientes. Afuera el niño sufría, percibía el sudor frío corriendo sobre su
piel erizada. Sus ojos turbios miraban fijamente la mesa servida. La saliva
abundante se hacía difícil de tragar, se desbordaba por las comisuras labiales,
mientras las piernas temblaban y el estómago gruñía, una vez más.
La joven rozó sus piernas por detrás de
las de él, y luego tomó con la mano derecha la parte de las nalgas de él y lo
acarició. Él dejó escapar un suave suspiro y repitió la operación sobre los
glúteos de ella, al tiempo que rozó con su rodilla las partes internas del
muslo de ella.
El niño, de todo esto no se dio cuenta,
no lo vio. Solo se percataba de que una pareja estaba distraída bailando en una
azotea, mientras una mesa llena de alimentos esperaba a un costado.
La música continuó sonando mientras el
volumen, poco a poco, fue aumentando; las luces se perdieron, se fueron apagando. El ambiente quedó en penumbras.
El niño salió de un salto de su
escondite. Del follaje, de la oscuridad surgió sobre el piso de la azotea,
realizó pazos precisos, sigilosos, aparentemente por nadie más percibidos.
Los amantes jugaban y suaves risitas
dejaban escapar; lo que notó el niño que cargaba los alimentos presurosamente,
dentro de una servilleta grande o un repasador.
El joven escuchó los ruidos y quiso
investigar y avisó a su compañera disimuladamente, mientras seguían el juego de
la danza. De un brinco casi salió fuera del cuarto, se quedó en el umbral,
atónito, casi estupefacto.
El niño, sin embargo, se paralizó; quedó
atónito sin saber qué hacer en un principio, mas luego acertó a correr pero,
una cuerda usada para colgar la ropa le detuvo en seco la carrera. Lo
inmovilizó a la altura del cuello la cuerda y también el joven, que lo atrapó
de un brazo.
El niño forcejeó. Intentó zafarse a toda
costa moviéndose de un lado a otro, profiriendo mil palabras, cien maldiciones
y un grito desgarrador, momento en cual dejó caer algo de la improvisada bolsa de
tela.
El joven sujetó mejor al pequeño raptor,
lo acorraló contra la baranda, mientras la muchacha aún adentro, sorprendida,
encendió la luz del velador que estaba sobre la mesita de luz. Notó sus manos
sudadas. El ambiente adquirió otro matiz. La pareja reparó que se trataba solo
de un niño, de tez morena, donde resaltaban sus furiosos y atemorizados, a la vez, ojos y sus blancos
dientes rechinantes.
Al recuperarse de la sorpresa se
tranquilizaron, lo calmaron al niño y le hicieron varias preguntas que en
principio rehusó contestar, pero luego aflojó. Finalmente se sentó y rompió en
llanto, balbuceante confesó su hambre y desesperación.
Esa noche ellos le dieron de comer. Tenía
una casa, sí, pero con padres igualmente hambrientos.
Una vez que el niño devoró los
alimentos, el joven lo miró tranquilo a los ojos, y con voz serena le dijo:
“Vuelve mañana temprano y te llevaré a un lugar donde puedas ganarte el pan
honradamente”. El niño lo miró por un largo e interminable minuto, quizás
tratando de adivinar lo que su interlocutor pensaba, pues le había atrapado
primero y luego le hizo preguntas y finalmente le dio comida. Asintió con la
cabeza, luego se marchó sin decir palabra. Con pasos lentos, con los pantalones
a medio caer y la mirada al piso se perdió entre las ramas del árbol.
La pareja se quedó sola en medio del
silencio, con mil preguntas y alguna reflexión a medias. Poco a poco, volvió la
calma de la Noche Buena. Retomaron el camino hacia los tiernos abrazos y besos.
Al
tercer día, el niño se presentó ante la puerta del frente de la casa. Pidió
hablar con el hombre del bigote negro.
Quien respondía a las descripciones indicadas
por el chiquilín se presentó ante la gran puerta de hierro y lo atendió.
Conversaron brevemente y fueron hasta un supermercado cercano, donde el hombre
de bigotes preguntó por el gerente, quien era su amigo. Éste los recibió,
escuchó el planteo de su amigo y tomó al niño bajo su responsabilidad. “Habrá
que intentar una solución...” –dijo.
̶
Gracias – respondió el joven de bigotes ̶ gracias por este favor. Espero
que el niño se forme, como tantos otros aquí.
̶
Así será, así será -aseveró el gerente.
El
tiempo transcurrió rápido ese año que empezó después de esa Noche Buena. La
pareja concretó su relación y se casaron. Un año después pasaban la navidad en
el mismo lugar, bailando como un año atrás.
El pequeño, ahora un año mayor, se presentó
agazapado en las sombras… Y cuando creyó conveniente se aproximó y dejó un
paquete gigante, con un hermoso moño rojo,
una flor y con una diminuta tarjeta.
Esta vez, los jóvenes esposos, solo
sintieron que alguien se alejaba. Salieron los dos juntos y encontraron el
bulto en las sombras. Se aproximaron y alcanzaron a ver la tarjetita que tenía
escrito: “Gracias por aquél regalo”
Firmaba: Un niño negro
Walter Hugo Rotela González
Pedro Buda
Escrito en 1992
*Tal como reza debajo del cuento, éste fue escrito en 1992 y recién esta navidad lo publico. Puede decirse que cumplió su mayoría de edad y recién vio la luz.
En mis conversaciones con algunos amigos o con interlocutores circunstanciales suelo mencionarlo al cuento pero no lo publiqué antes. Me pareció que era tiempo de hacerlo y así forma parte de este blog desde hoy.
es un cuento realmente hermoso, una fábula navideña que muestra las dos caras que todas las sociedades tienen. por cierto, las primeras frases son redondas, quizás tb escribas poemas. te encontré en los premios 20blogs, aquí va la dirección de mi blog por si quieres echarle una ojeada, es http://alejandrovargassanchez.blogspot.com saludos
ResponderEliminarGracias Alejandro por tu comentario. Lo valoro mucho. Pues los comentarios me indican que las personas leen los textos. Gracias. Visitaré tu sitio.
Eliminar