Felizberto Fernández es el nombre del Comisario,
ahora retirado. A sus casi setenta años, cansado de la rutina del no hacer, que
le impone la jubilación a cualquiera, anduvo en los últimos meses medio
dormido, bajo la luz de las tardecitas. Pero su cabeza inquieta lo detuvo, en
seco, la centésima novena tarde. Justo cuando cruzaba el umbral de su casa la
jovencita de cabellos negros y ojos claros, con sus apretados vaqueros, muy
gastados. Ella pasó y solicitó hablarle. Él se paró, miró a los costados y
luego, como quien se despierta de un largo sueño, se rascó la cabeza,
intentando comprender.
Los días habían pasado lentos, muy lentos, en los
últimos tiempos. Se sentía morir, cada tarde, cuando el sol se escondía tras la
serranía. Subía al coche, buscaba a su mujer que volvía de visitar a los nietos
-mientras él examinaba qué hacer para no sentirse un viejo inútil, que no lo
era. La jubilación lo tomó desprevenido, la mañana que se presentó como de
costumbre, en la Comisaría, y recibió la noticia. “Fue como un balazo en el
medio del corazón”, según lo señaló, un día, comentando lo sucedido a un viejo
amigo.
Lo sucedido aquella tarde, que la joven de los
vaqueros gastados cruzó el umbral, le devolvió la vida. No porque haya muerto,
pero sí estaba en franco proceso de deterioro. Sus preocupaciones habíanse limitado
a dar de comer a los gatos y a los perros vagabundos que paraban en su puerta,
a realizar los mandados… Dejó de comprar el diario y se sumió en la
contemplación de la tarde, muriendo casi, en cada final de día. Pero eso
cambió, esa precisa tarde. La joven lo miró fijo a los ojos. “Vos no sabés
quien soy yo, pero te conozco, como de toda la vida”- le dijo.
Él pensó que la joven tenía la edad como parar ser
su hija, pero si de algo estaba seguro era que nunca le fue infiel a su mujer.
No porque no tuviese oportunidad, sino por pura convicción. Entonces, se preguntó, tan velozmente, e
indagó en cada rincón posible de sus recuerdos y casi no halló respuesta. Sin
embargo, el rostro de la joven, por algún motivo, le resultaba familiar. ¿Quién
era? Pensó y pensó, mientras ella miraba en su mochila y buscaba, como él en
sus recuerdos, algo. Al fin, él vio en su sonrisa, la punta del iceberg, que se
mostró en su total plenitud, cuando ella le reveló la foto de su madre, la cual
estaba en medio de su billetera.
− Mi madre era Azucena…
− La recuerdo, ella…
− Te brindaba información de ciertas personas y
lugares. Todo me lo contó en mi adolescencia.
− Pero… ¿cómo…?
− Ella dejó de ejercer… dejó las calles y se casó
con mi padre, un antiguo almacenero que estaba enamorado de ella. Y nací yo.
Nunca supe de su vida en las calles, hasta que un día ella sintió la necesidad
de contarme todo, antes de que alguien más lo hiciera. Yo era adolescente y fue
muy duro, sin embargo, la forma en que me lo contó, sumado a que mi padre
confirmó la historia y me hablaron de su gran amor, me hizo aceptar las cosas
como un cuento de hadas. Pero también me confesó que trabajó contigo,
brindándote información, de que le ayudaste y la defendiste en mil
oportunidades.
− Apenas un par de veces, sólo un par. Azucena,
sabía cuidarse. Por eso la respeté siempre y pude confiar en ella para trabajar
juntos.
− Ella me contó que eras una buena persona y si
algún día tenía problemas, acudiera a ti. Por eso vine…
− ¿Y cómo me encontraste?
− Siempre supo donde vivías…
− ¿Cómo?...
− Un compañero tuyo pasaba, a veces, por el almacén
y ella preguntaba, discretamente.
− Entiendo…
− ¿Y, entonces, qué te trae por aquí? En ese
momento, el sol que estaba oculto por unas nubes, volvió a encenderse. Iluminó
la calle y dejó ver mejor el rostro de la joven. Innegable, era la hija de
Azucena.
Estrella, la esposa de Felizberto, la tarde en cuestión, se volvió
sola en ómnibus, pues tenía que hacer unas diligencias en el barrio. Su nombre
le había sido puesto porque sus padres, al momento de tener su madre las
primeras contracciones, vieron una estrella fugaz. Pero si algo decía de su
persona su nombre, era respecto de la velocidad para andar, para tomar
decisiones, para perderse en un pensamiento. Y al verlo a su Felizberto en
presencia de una hermosa joven, las ideas salieron disparadas ágilmente, al
punto que no saludó al entrar ni al salir -con otra ropa-, cinco minutos
después.
Felizberto notó enseguida la cara de su mujer, sin
embargo, la dejó ir, sabía que minutos después se le pasaría y se sentiría
avergonzada de su conducta, de su celos, de su reprochable falta de confianza
en sí misma, y le devolvería la sonrisa, como de costumbre. Así era ella y así
su conducta; pero también así era como él la quería, pues llevaban cuarenta
años compartiendo el mismo techo, la misma cama, el mismo ritual.
Nadia -que es el nombre de la hija de Azucena-
sintió el viento, el movimiento del huracán que salió apenas entró, pero no
dijo nada. Se limitó a exponer las razones de su visita. Hizo una concisa y, a
la vez, muy precisa declaración de los hechos, según tenía conocimiento, y
expuso sus certezas y sus dudas. Era un caso para detectives, pero ella estaba
dispuesta a pagar el precio adecuado, para que él se hiciera cargo de los
pormenores de dicha investigación.
Felizberto le dijo: “Nada tienes que pagar… no
trabajo más, no puedo cobrar por ayudarte. Será un placer dedicarle tiempo a
una investigación privada, incluso aún conservo el contacto con mis ex colegas,
por lo que, seguramente, en poco tiempo podré informarte de los avances. Ahora,
déjame un número telefónico, un par de datos más y yo te buscaré. Será como
volver a ver… el sol naciente”.
Pedro Buda 2012
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