martes, 31 de marzo de 2009

Cuento: Torres y cúpula de una iglesia o...

Torres y cúpula de una iglesia o...


Eran como las ocho de la noche o de la tarde, cómo saberlo en forma exacta. El sol estaba perdiéndose vertiginosamente tras aquella lejana, siempre inalcanzable, línea horizontal, fin de nuestra visión, destino hacia donde llevamos nuestras efímeras vidas.

Había zonas oscuras en la superficie, y en el firmamento pequeñas nubes se intercalaban con alguna que otra estrella, viéndose cual si fueran lucecitas titilantes. Inmensos planetas y galaxias como si fueran intrascendentes destellos, sin importancia.

Venía yo caminando, mientras silbaba alguna melodía conocida, como medio de distracción y de hacer más cercano el punto de llegada, cuando son los pies los que conducen, siempre más lentos que el deseo de llegar.

Alcé la vista cerca del semáforo y vi a la mujer. Desde hace mucho conocida de tanta ida y vuelta, que cargaba sus ropas, viejas o nuevas, pero siempre apelotonadas dentro de un par de bolsas. Traía sobre los hombros, cubriéndole parte de la espalda, una improvisada capa, hecha de trozos de grandes bolsas de plástico, transparentes. En sus labios, además, acusaba ese esbozo de sonrisa que casi siempre luce, y que tal no es, pero parece, mas sólo desconcierta. Pues, cómo podría aquella mujer alegrarse, con la vida que le tocó vivir, con esa pesada carga

de ser hoy habitante de las calles cuando en el pasado fue una enfermera profesional.

Pero al elevar la vista vi no sólo a la mujer, sino también, algo tan conocido como ella: la cúpula de una iglesia que se yergue, llamativa, sobre el cerro, dominando gran parte de la ciudad. Y con quien se comunica a través de las lámparas de la avenida, que relumbran todas las noches.

Me llamó mucho la atención que en la cúpula fulguraran dos verticales ventanas rectangulares, lo cual seguramente era producto de que las luces, en su interior, estuviesen encendidas, pero... Así también, otra cosa extraña, además de la semiesfera propia de la cúpula, noté dos columnas paralelas, una a cada lado, lo cual –pensé rápidamente- serían las torres de los campanarios. Pero... desconcertado quedé al instante. Ante mis incrédulos ojos, la cúpula comenzó a moverse, y entonces, fregué mis párpados un par de veces: ¡no podía ser!... ¡Eso no era posible! No supe articular palabra; no pude avisar a nadie, y nadie sino yo, se dio cuenta. Nadie se dio por enterado de lo que sucedía. Todo el mundo corriendo, en sus autos; en el ómnibus, hora de salida del trabajo; otros, como yo, volvían a sus pequeños mundos de cuatro paredes o corrían a los negocios antes de que cerraran.

La cúpula, a esa altura, “innominada esfera”, continuó elevándose verticalmente, y al mismo tiempo, las dos columnas -las supuestas torres de los campanarios- se doblaron. Estaban, entonces, articuladas con la semiesfera y se colocaron en posición horizontal. El conjunto todo continuó ascendiendo.

Todo ocurría progresiva, rápidamente y yo sin poder dejar de observar. Estaba anonadado, estupefacto, sin lograr avisar a los otros, lo extraño, lo increíble, pero cierto hecho, que sucedía ante mí.

La cosa aquella, lo que antes semejaba torres y cúpula de una iglesia, con sus torres o lo que fuese, perpendicularmente desplegadas, cambió de dirección y sentido. Se desplazó horizontal y descendente, milisegundos después, ascendía vertiginosa y verticalmente. Se perdió en el espacio infinito, en un tiempo tan fugaz como la realidad misma de los acontecimientos cotidianos.

Pedro Buda

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