Victoria mira el puerto desde la ventana de su
cocina. El sol sube rápido por el éste cada mañana. Y ella disfruta ese
instante. Después de ver la salida del sol toma el mate de la mañana. Se
apronta y sale a buscar algún libro en las tiendas de libros usados. Canjea los
que ya leyó, aunque suele guardar algunos, cual reliquia. Es su pasatiempo
predilecto.
Un mañana de mayo, después de la
salida del sol, se quedó con la mirada perdida. En la radio sintonizada en AM
pasaban una noticia del día anterior. Una niña había muerto a manos del adulto
a cuyo cargo estaba. Inmediatamente recordó, a sus setenta años, situaciones
vividas en su niñez. Palizas, corridas. Recuerdos que consideraba enterrados en
lo profundo de la rojiza tierra.
Victoria vive sola. Nunca quiso
casarse o tener hijos. Se había jurado eso
̶ y lo cumplió ̶ de no traer niños al mundo. Era la séptima
hija de un total de catorce hermanos. Su niñez la había pasado como criada en
una y otra casa, como la mayoría de sus hermanas. Desde muy chica tuvo un
carácter fuerte. Era muy rebelde y no se quedaba callada ante nadie. Para bien
o para mal.
La mañana en cuestión, tras la
rutina de ver salir el sol se dio un baño y salió como de costumbre, pero no
visitó ninguna tienda de libros, no recorrió el micro-centro, no subió a ningún
colectivo, sólo caminó. Y sus pasos la llevaron a la entrada de un templo, una
pequeña capilla a donde concurría a oír misa, los primeros años tras su llegada
a la ciudad capital. Pero hacía muchos años que no pisaba el interior del
lugar. Esa mañana encontró abierto el templo e ingresó. Se persignó y vio que
un sacerdote estaba cerca del confesionario. Se acercó y le dijo:
"Necesito contarle".
̶ Bien, bien... Lo que quieras
decir. Pero sentémonos en un banco.
̶ Sí, sí. Estoy cansada. Gracias.
Lo que Victoria tenía para decir le
llevó una hora, que le pareció corta al sacerdote. Ella parecía muy cansada al
principio, sin embargo, el hombre de canas intuyó que ella necesitaba decir
más, pero quizás en otra ocasión. Era mucho para un solo día.
La mañana estaba hermosa, el sol se
colaba por entre las hojas, el bullicio de la ciudad iba creciendo; pero dentro
de la capilla reinaba la calma. Sólo un murmullo era audible, donde ellos se
encontraban. A un costado, hacia el frente, una mujeres rezaban el rosario,
tenían un ritmo, un punto de inicio y otro de cierre, siempre el mismo, casi
como el lub dub del corazón.
El sacerdote la miró y casi
susurrando le mencionó que la recordaba, pero que hacía años no venía, como solía
hacerlo los domingos.
̶ Sí, dejé de venir... dejé de
venir pero sigo creyendo... Sabe el sol.... El sol me da esperanzas ̶ se animó a comentar.
̶ Cada día es un regalo del
señor... Y tú eres una mujer fuerte, luchadora
̶ Expresó él mirando hacia ella y hacia una entrada de luz que provenía
de lo alto de una pared.
̶ Creo padre, que al contarle esto
que tenía aquí guardado... Al contarle me saqué... Me saqué un gran peso.
̶ Haz cargado demasiados años con
este lastre y ya es hora... Es hora de dejarlo atrás. Tu nombre hace honor a
esto que es tu vida: una victoria. Vive, vive y sé feliz. El sufrimiento no te
doblegó, pero cargaste por demás con ese equipaje.
No dejes de visitar nuestra
capilla, otras personas podrían aprender mucho de tus caminos en esta tierra
color sangre.
̶ Lo haré. Seguramente mis pasos
volverán a traerme, como lo hicieron hoy, después de tantos años.
Pedro
Buda
Walter
H. Rotela G.
2016
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