domingo, 21 de febrero de 2010

Aclaración

Todos los cuentos publicados se registraron en la Biblioteca Nacional de la República Oriental del Uruguay. Se hizo bajo el título general de la obra: "Huellas de mis pensamientos" (album de cuentos) en setiembre de 2008.

Cuento: Posible milagro de entrecasa


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Esto que voy a relatarles le sucedió a un amigo sacerdote, hace algunos años atrás. En ese tiempo él tenía treinta años. Hacía muy poco que ejercía su apostolado. Desconocía sobre hechos similares a lo que le ocurrió.
Sucedía que cuando partía la hostia consagrada, la que iba ofrecer como el cuerpo y la sangre de Cristo, en forma de pan y vino, notaba un pequeño movimiento en el platillo de las hostias.
Al principio, restó importancia a lo que parecían movimientos. Pero días después de la primera vez, volvió a ocurrir nuevamente. No en forma sucesiva, pero sí periódicamente, sin ser las veces iguales en tiempo e intensidad.
Generalmente, la gran cantidad de feligreses le impedía prestar atención al movimiento, pero ocurrió que una vez sí. Durante una celebración de entre semana –durante las cuales hay pocos fieles-, un poco obsesionado con aquél movimiento observó todo el tiempo que pudo el platillo. Para sorpresa suya: el movimiento que percibía era real. Sus ojos le impedían dudar.
Los fragmentos en que dividía la hostia, tras un breve paréntesis, se unían de nuevo, esto hasta instantes antes de que, efectivamente, los volvía a tomar con las manos para cumplir con el acto de la comunión.
Aunque sorprendido, no dio, en principio, mucho crédito a sus ojos. Sin embargo, lo reiterado de su percepción del movimiento lo llevó a controlar más atentamente esa parte de la misa.
No comentó con nadie lo que consideró un hecho cierto, un suceso. Pero, sin embargo, siguió ocurriendo y no lo convencía la idea de que podría ser un juego de la imaginación o un mal funcionamiento de sus sentidos. Pues consultó a varios médicos sobre su estado de salud y particularmente sobre su visión, y el diagnóstico indicaba que se encontraba en perfecto estado de salud.
Entendiendo que era realmente algo importante, pero que también era algo no fácil de contar y explicar, aunque fuese a cohermanos de la comunidad, decidió que lo haría.
Para asegurarse de que no era un estado de demencia consultó a un psiquiatra amigo, y a una psicóloga con quien trabajaba. Ambos le dieron evidencias de su buen estado de salud.
Para tener alguna prueba fehaciente del citado acontecimiento que se estaba convirtiendo en algo cada vez más común en sus celebraciones, instaló una pequeña cámara en una zona que quedaba disimulada ante la vista de los fieles. La cámara registraba exactamente la porción del altar donde estaba el platillo donde depositaba las hostias consagradas. De este modo filmó varias misas y luego de seis intentos logró cumplir con su objetivo. Logró filmar el momento en que se unían las porciones en que dividía la hostia grande consagrada, y su posterior separación al momento de tomarla.
Con la prueba en mano sintió seguridad. Pero no lo contentaba totalmente, pues podrían pensar que era un truco fílmico y que buscaba algún tipo de notoriedad. Pues ya se sabe que un caso de tales características provocaría, inmediatamente al saberse la noticia, un gran revuelo periodístico, y sería acechada su parroquia por periodistas y por los jerarcas eclesiales que le exigirían respuestas y hasta su cabeza. En fin, pasaría su lugar tranquilo a ser parte de un mercado de vendedores ambulantes. Su idea de dar a conocer lo que sucedía le asustaba. Temía que se convirtiera en circo, aquello que era tan hermoso como manifestación divina.
Juntó todos los datos que disponía, pues había creado un documento donde guardaba las evidencias y sus pensamientos al respecto, como detalles de los hechos. Era algo bien simple, pero igualmente raro.
Intentó mostrar el suceso que ocurría en sus misas y por ello invitó a sus cohermanos a concelebrar en varias oportunidades. Para ello además instaló otra cámara para registrar los rostros de ellos al momento de celebrar.
El platillo lo cambió varias veces al igual que la disposición de los platillos, pero sin embargo, el hecho continuaba sucediendo. Para todo esto habían pasado varios meses.
Ahora, junto a sus cohermanos advertidos de que estuvieran atentos al momento de las ofrendas, celebraba una misa -con la filmación de la misma por sus ocultas cámaras de video. Llegó el momento esperado y lo que tenía que suceder ocurrió. Los sacerdotes que lo acompañaban notaron el movimiento, sus rostros denotaron su sorpresa; pero sus gestos continuaron todo lo rutinario que podían. La consabida actitud natural de siempre, marcó la imagen que proyectaron ante los fieles.
Las únicas que registraron fielmente los hechos, tal cual sucedieron, fueron las cámaras.
Tras el final de la misa los celebrantes se reunieron en la casa parroquial.
El párroco invitó con whisky a sus cohermanos y presentó las cintas de video y el caso completo.
Luego de cierta pausa, comenzó diciendo: “estamos ante lo que podríamos denominar, si ustedes lo permiten, un milagro de entrecasa”.
P. B. 1996

Cuento: Muerte en el callejón


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(Imagen W. Rotela)


Eran las 2 o 2,30 horas de la madrugada de un lunes. La atmósfera a ras del suelo y hasta unos metros por arriba estaba inundada de una particular mezcla de olores: tabaco y pegamento, además, el penetrante olor a pescado. A todo ello, por si fuera poco, se agregaba el olor del Tanino usado en las curtiembres de la zona. El conjunto provocaban un nudo de anillos aromáticos, que aunque separados estén, son poco agradables.
Un solitario caminante nocturno, algo taciturno y somnoliento, volvía al hogar o tal vez sólo vagabundeaba por las veredas poco iluminadas de la calle, de doble mano, casi desierta, con sombrío aspecto siempre, por la gran cantidad de árboles frondosos que la habitan y circunscriben, como únicos testigos mudos de la vida y la muerte que allí transcurre.
Los árboles dan en general un aspecto sombrío a la poco transitada calle, pues sus enormes troncos y sus ramas semejan manos de innominados seres aflorando desde lo profundo de la tierra, que los tiene sepultados y ya perdidos para siempre de la luz. Luz rojiza, anaranjada, de los faroles que irradian casi un tinte de sangre por doquier. Todo lo transforma esa luz.
El errante andarín, sin prisa marchaba aquella noche, como tantas otras; pero su marcha se detuvo cuando, además de los pestilentes olores, notó un grito desgarrador, proveniente de algún lugar cercano.
Acudió presuroso, pero desconfiado, temeroso, con el corazón acelerado, que manaba sangre a todo el cuerpo y con ella altas dosis de adrenalina -que le despertó los sentidos, le hizo transpirar las manos. Así llegó hasta las proximidades.
La curiosidad lo carcomía, y aunque valiente se sintió, también le acudió el miedo a lo desconocido, y se aferró a la pared, como para sostenerse, como para ocultarse, confundirse con las sombras de la sucia pared, gris del humo de los autos. Sigiloso aproximó el rostro, la mirada, a la arista de la pared que conformaba la esquina. Espió el más allá poco iluminado, más oscuro aún. Su corazón latió con más fuerza; sus ojos se iluminaron; se abrieron al máximo sus pupilas; sus órbitas prontas estaban a salirse de sus cavidades, y un grito quiso escaparse de su boca, pero su mano rápidamente apagó todo indicio que delatara su presencia.
Un gato maulló al final de la calle sin salida. Surgió lento como un lamento, pero se perdió en el silencio y en la oscuridad que todo lo cubría. Otro gato saltó de un tejado a una pared, muy acrobáticamente; pero ninguno se quedó a mirar.
Un conjunto de harapos, ropas sucias eran atravesadas una y otra vez por un filo sin nombre, cortante, punzante, en manos blancas y finas, delicadas y medianas, que sobresalían de la manga de un grueso tapado negro y largo. Eso era lo que veía, atónito y paralizado aquél hombre de la esquina.
Los ojos enrojecidos –como las luces de la calle- irritados, llorosos y los labios fuertemente apretados podían, sólo apenas, contener la desesperada y humana impotencia, ante el macabro hecho, del singular modo de partir al más allá, del portador de los viejos sacos, ahora perforados y manchados por la rutilante sangre que brotaba cual agua de manantial de entre las rotas prendas.
Yacía el cuerpo caliente aún sobre el empedrado frío, y sobre él, el alma, que desde arriba veía su cuerpo mutilado y al criminal de medias negras y peluca rubia, que guardaba el arma blanca en un pañuelo albo que lo sujetó con el portaligas, a la altura de la cadera.
Creyente o no, era su espíritu el que observaba su propio cuerpo cubierto de harapos, flaco, escuálido y sangrante, que manchaba aquellos trapos y el negro adoquín, así como también al asesino y al hombre que era testigo mudo. El espíritu vio entonces, al transeúnte reaccionar y correr despavorido, tropezando con cien baldosas sueltas del Mon Rou, con pernoctantes –compañeros a los que ya no volvería a tratar.
Los árboles, centenarios de esperanzas, soportaban el paso de un par de gatos que, de rama en rama, saltaban y maullaban al unísono, por segunda vez en la noche, pero eran ellos otros seres que nada sabían de estos hechos.
El asesino, parado frente al cuerpo aún caliente y sin vida pronunció: “¿Por qué tuviste que decir lo que dijiste?”Como arrepentido, volvió a decir: “¿Por qué lo hice?”.
El cuerpo no respondió, no se movió; pero la sangre siguió brotando lenta, paulatinamente. Se fue contrayendo sobre sí mismo, poco a poco, y sobre la negra-rojiza sanguinolenta piedra.
Una estrella se agregó a la noche y, sin embargo, el cielo no sería más cálido, mas sí frío, húmedo y nauseabundo.
El caminante se cansó de correr y en una alejada esquina se detuvo, se aproximó a otra pared y con los brazos a la altura de los hombros se apoyó, luego optó por acercarse a un árbol próximo y allí dejó escapar de sus labios el dolor, la furia y la impotencia, el odio y fragmentos de la improvisada cena.
Los tacos del asesino eran finos, más no tropezó con baldosa alguna, y no cayó sino sobre su cama que perfumada esperaba a su dueño, amante de la noche, y ahora iniciado asesino sin rostro. Aniquilador de otro trozo de vida sin rostro desde hace demasiado tiempo, tan desaparecido de la sociedad como ahora, pero aún vigente en las calles y callejones.
El rostro sin vida del hombre de harapos, la sangre, el quejido eran una serie interminable dentro del cerebro del criminal, y, también, dentro del sueño del ocasional testigo, caminante nocturno, que vio la muerte en el callejón.
Pedro Buda

Cuento: Metamorfosis de la que nadie nunca habló



Sola en su cuarto una mujer lloraba taciturna y ansiosa, mientras fumaba el resto de vida, de un atado de cigarrillos. Era el último de la última caja. Mientras miraba el cigarrillo y el humo gris inundando el cuarto, dijo: “se va como el agua entre las manos.”
Sus ojos estaban rojizos, por la irritación provocada por el humo del cigarrillo; por el vacío de sus días, de esos años que pasaban como su cuerpo, tristes y aburridos, pesados y sin gracia, muy lentos.
Los sueños se agotaban cuando empezaba la mañana, en ese anunciarse tímido de la noche transformándose en día, en el abrupto y estrepitoso trino de los pájaros -que nunca percibía y que sin embargo siempre estaba ahí. La continuación del día era como la sucesión paulatina de la tarde, lenta pesadilla de monotonía sin fin. Trabajo hecho con desgano y sin esfuerzo, pero con el tedio de lo rutinario, con la idea fija de vivir un drama de telenovela donde los personajes principales fuesen la susceptibilidad y la agobiante rutina diaria.
Esta mujer estaba entregada a vivir por vivir, en un tiempo que pasaba como las gaviotas, rápidas, resueltas y cumpliendo un ciclo, pero de lo cual ella nunca supo. Su educación era clara a ese respecto: nunca mirar más allá porque es pecado, ni querer crecer más. Vio partir sin embargo a los abuelos y con ellos el sueño de realizar el viejo juramento de Hipócrates.
Por extraña razón alzó la vista y vio como el humo subía, envolviéndose sobre sí mismo hasta el techo, donde percibió telarañas amarronadas por el polvo. Desvió la vista hasta la ventana y observó, extrañada, al judío cuya figura se perfilaba en otra ventana, la del baño que estaba enfrente. Intentaba bañarse a esas trasnochadas horas, algo anormal, pero no para él, pues su demencia senil lo acompañaba desde hacía unos años. Para bien o para mal, él estaba allí, seguramente, para enseñar a quienes lo conocían sobre lo incontrolable del destino humano. También logró divisar la oscura noche, fría y sin luna, que apreció confusa y cerrada, tal vez producto del vino añejo de la cena.
Volvió la mirada sobre el cuarto sombrío y descubrió el espejo. Era rectangular, sujeto en su base a una porción de madera tallada, que semejaba un par de patas de león, y por arriba terminaba en una cabeza y garras de lechuza. Los ojos de la lechuza brillaban, inexplicablemente, como titilando y desafiantes. Se paró frente al espejo, que le devolvió la imagen refleja de un cuerpo grueso... Se quitó la amplia blusa, casi con un dejo de rabia, apresurada. Luego dejó caer la pollera, después siguió con los zapatos y quedó en ropa interior y su cabello rubio suelto, todavía peinado.
Se apartó un tanto y se contempló largo rato, como quizás nunca lo había hecho y como nunca lo haría otra vez. Después... se desprendió de lo último que quedaba y con una expresión de frustración, de delirio, con los ojos desorbitados y las cejas fruncidas, lo tiró, como a los zapatos, fuera del alcance de su vista, a un costado de todo, de todos...
Brotaron de sus ojos, ahora hinchados, un torrente de lágrimas, una catarata de líquido transparente como el sinovial, que mojó sus grandes senos, que como el producto de su llanto estaba tibio. Calientes los pechos que a nadie dieron de mamar, y los pezones erectos como los de una amante ardiente, pero en este caso por el frío, por el implacable reflejo del espejo, que devolvía la imagen de todo aquello que prefería ocultar, aquella desnudes de cuerpo y alma. Era más de lo que podía soportar.
El humo la cubrió y la envolvió en un tul blanquecino -de aquellos usados para la confección de vestidos de novias-, que la fue transformando, cambiando. Todas aquellas formas del exceso fueron mutando. Su cuerpo fue afectado por una metamorfosis que la dejó, al fin de una y otra vuelta, transformada en otra forma humana, diferente a la anterior. Indescriptiblemente diferente, lo antes voluptuoso era ahora elegante y delicado; era una copia fiel de la modelo de la tapa de la revista Mujer, que sale los domingos con el diario más popular del país.
Sus senos -antes grandes y flojos- eran ahora firmes, justos y delicados, y sus caderas tan anchas antes, ahora, redondeados, sugerentes, atrevidos y cubiertos por una piel de verano, sin grasa, sin celulitis. Sus ojos, sin embargo, no habían cambiado. Estaban enrojecidos, pero su semblante era extraño. Sí, efectivamente, aquella mujer cubierta por el humo, por la seda, no era la misma, su sonrisa sardónica y su expresión desafiante, no eran la de la noche que terminó, sino la de la modelo de la revista que era tapa del domingo. Pero de ello nadie nunca habló, no se supo del evento, y el cajón permaneció cerrado durante la brevedad del velatorio. El nombre inscripto era el de la mujer que fumaba cigarrillos negros -el cuerpo era el de la otra- el de aquella que ocupaba el cuarto esa extraña noche gris.
Pedro Buda

Cuento: Basta un minuto

*Dedicada a Olguita, una enfermera universitaria, que tras ver a su prometido morir en un CTI, perdió deseos de seguir luchando.

Esa mujer sentada en la vereda, mojada por la lluvia, repite monótonas dos palabras. Una y otra vez, como un rosario, como una plegaria, como un lamento. Al menos, eso me parece a mí.

Vos, yo, nosotros todos pasamos por enfrente, un poco más aquí o más allá. Ninguno entiende bien qué dice. ¿Importa acaso? Tal vez, sí. ¿Quién sabe?

Aquella mujer es una más en nuestras calles del Mon Rou, mire uno por donde mire, sin importar por dónde. ¿Pero alguien se pregunta, acaso, por ella o ellos?

Sus vestiduras no parecen muy distintas a las de tantos otros, sin embargo, poco a poco, se van deteriorando más aprisa que las de cualquiera. Ella cuida cada prenda, pero irremediable, las inclemencias del tiempo; la exposición continua a la intemperie, destruye. Los agentes exógenos, la lluvia o el viento, marcan su paso.

Juana que pasó por el frente la reconoció, mas no se animó a inquirir el por qué de su permanencia en ese lugar. Pasaron los días y la casualidad llevó a Juana a pasar por el mismo lugar. Casi había olvidado que fue sorprendida por aquella visión.

Esa mujer que mostraba fatiga y sueño, de muchas noches, proseguía su meneo y su canturreo monótono. Era, sin lugar a dudas, su ex compañera de trabajo. Estaba sola y en el mismo lugar que la vez anterior.

Algo impedía a Juana acercarse. No sabía qué, y no se preguntó tampoco. Simplemente no lo hizo. Tal vez la vergüenza, el no saber cómo encarar la situación de entablar una conversación con alguien a la ves conocido como extraño. Por un lado era su antigua compañera, y por otro, una marginal...

Nosotros, cualquiera de nosotros, quizás nos preguntamos por esas personas por que las vemos desde lejos y no nos involucramos, pero qué cuando las conocemos de otros tiempos... Cómo reaccionamos. O lo que puede ser peor: si la situación de vivir en las calles nos toca a nosotros que hoy miramos…

A veces vasta un minuto para que todo cambie. En realidad, todo cambia, constantemente. Así, ahora llueve y un minuto después ya no lloverá. Incierto es el futuro, y el presente, cuantas veces también. Lo cierto es que, Juana, prosiguió su camino, con cierta cosa adentro, en el alma o en el corazón. Como un dolor o un nudo en el mediastino anterior. Ella sabe, realmente sabe, realmente dónde, solo que es preferible, a veces, fingir que uno no sabe.

En fin, pasaron varios días más y el corazón sintió latir con fuerza Juana. Era algo inusitado, algo le preocupaba, eso era fácil de deducir. Pero... ¿qué? En fin, no se animó a admitirlo. Era bochornoso.

Dos días más pasaron y fue toda precipitación y coraje. Ya no llovía, el sol iluminaba las calles de Mon Rou. Todo estaba brillantemente iluminado, las calles secas y el aire fresco. Todo invitaba a pasear. En pocos minutos alcanzó el lugar donde antes había encontrado a su antigua compañera de trabajo. El sitio exacto era la mitad de una cuadra larga, justo al lado de un frondoso árbol. Desde la esquina atinó a observar, con mucho detenimiento, de lado a lado, la mitad de la cuadra a donde se dirigía. Pero nada vio. Tras largos y fatigosos pasos, cuesta arriba, alcanzó la mitad exacta de la cuadra, el sitio donde estaba el árbol.

Su cuerpo agitado se tornó rojizo y el corazón latió presuroso. La respiración de Juana se hizo superficial y rápida. Quiso tranquilizarse, entonces, se apoyó en el tronco y miró al suelo, del otro lado había algo que le llamó la atención. Apenas se veía desde la calle, era una cruz de madera añosa, estaba clavada en el trozo de tierra visible, detrás del tronco del árbol. Segundos después, le faltó el aire y se desplomó.

Juana iba con todo el deseo de ayudar a su antigua compañera, pero las cambiantes circunstancias de la vida la encontraron, tras un minuto... tendida bajo la sombra del frondoso árbol y, en los brazos de su ex compañera que, trataba de socorrerla al tiempo que le decía: “te vi pasar hace unos días, qué bueno que volvieras a pasar”.

-“Yo también me alegro, Olguita...”-respondió la amiga.

Pedro Buda

Cuento: EL Ciudadano Nº


¡Compre aquí! ¡Pague en tres cuotas sin recargo! ¡Viaje a Cancún hoy... y pague después!... rezaban los carteles luminosos que titilaban, una y otra vez, en la mente del ciudadano número 30.500.201.
Acostado en su cama, no podía dormir. Veía desfilar ante sus ojos cerrados todo tipo de vidrieras, toda clase de mensajes publicitarios en carteles, radio, TV. o prensa.
Él juntaba todo lo que podía, según le quedara del sueldo que percibía por su trabajo en la fábrica número Z 002, que pronto entraría en quiebra. Pero de lo que nada sabía, aunque las noticias no eran alentadoras para el funcionario 1825 de la sección AS23.
Los medios hablaban del derrumbe, pero los del comité decían que todo iba a mejorar: “No te preocupes ciudadano número 30.500.001, todo se arreglará”-le decían.
El dueño del puesto de la esquina había mandado al hijo a buscar trabajo y lo encontró. Ya no atendía la sección de la frutería, manejaba un camión por unos pocos pesos, en la compañía que alguna vez él también había trabajado. Sí, cuando era joven y la cintura estaba aún intacta. Cuando los riñones eran nuevos y los camiones aquellos viejos Leyland.
“Aunque los camiones son otros, éstos que hasta aire acondicionado tienen, su sueldo, sin embargo, es igualmente bajo como antaño, pero es lo que encuentra”–le comentó el puestero al funcionario 1825 cuando pasó a comprar un par de papas y un huevo.
El presidente de la nación aseguró que todo está en un proceso de transición, pero que para el fin del año las cosas estarán mucho mejor. Así dijo: “Ciudadanos... les prometo, que aunque el camino no sea fácil, llegaremos a nuestro modelo de país en el transcurso de los días venideros...”
Pensando en todo esto, el ciudadano, comenzó a soñar con el viaje a Cancún, con las playas y el calor, con las chicas bonitas y las bebidas tropicales. El calor de la arena le quemaba los pies y prefirió ir al quincho en busca de música suave y un refresco.
Una hermosa mujer lo observaba desde el otro extremo de la barra, hecha con troncos de palmera. Sus ojos celestes irradiaban una inusitada energía. El ciudadano se sentía en el aire, volando, en el paraíso... pero de pronto, se sintió helado...
Mientras el ciudadano 30.500.201 soñaba, alguien -un reciente compañero de trabajo- ingresó a la habitación. Lo había conocido hace muy poco en una fiesta, y gracias a una estupenda borrachera cometió la torpeza de mostrarle el lugar donde guardaba sus magros ahorros. Precisamente, en la cajita del toma corriente de la cocina. Había entrado por la puerta posterior del apartamentito.
Sin prender la luz - el infiel - se dirigió al toma corriente -sabiendo a su compañero de trabajo dormido- hurtó lo que quedaba de los aguinaldos, asignaciones, presentismos y el sueldo entero del mes de enero y febrero pasados -los cuales había podido guardar porque usó el dinero obtenido por realizar changas. Lo puso en una bolsa de arpillera vieja que tomó de donde estaba colgada en la pared y se fue, dejando la puerta abierta.
El ciudadano 30.500.201 sintió frío, estaba helado. Sin embargo, se encontraba tapado con frazadas... ¡Qué pasaba!
Se levantó y cruzó el pequeño corredor hacia la cocina, de donde sintió que venía una corriente de aire helada. Prendió la luz y vio, inmediatamente, la puerta abierta. Enloqueció. Miró la caja fuerte, es decir, el toma corriente donde guardaba sus ahorros... Su rostro se paralizó. Su escondite había sido violado, abierto. Había sido robado en medio de sus dulces sueños.
Los carteles que titilaban quedaron en blanco. Todo se paralizó. El sol comenzó a subir vertiginosamente. La luz inundó la cocina.
En la puerta del frente se escuchó un par de golpes, firmes. Hacia allá acudió deprisa.
-Buenos días, ¿el ciudadano número 30.500.201 es usted?
-Sí... sí, ¿por qué pregunta?
-Esta carta es para usted. Buenos días.
Era una carta de la empresa que decía: “Funcionario Nº 1825, cumplimos en informarle que, a partir del día de la fecha, no precisará más presentarse a su puesto de trabajo, pues la empresa, se declara en quiebra. Cuando tengamos alguna novedad le comunicaremos. Atentamente LA EMPRESA.”
En ese momento, el cuerpo del ciudadano número 30.500.201 cayó al suelo fulminantemente. Hizo un fuerte ruido, que nadie escuchó. Nadie vino a levantarlo. Su mutual médica, ese mismo día, lo había dado de baja.
Al cabo de una hora, se presentó el mismo cartero anterior, traía: tres cartas, de diferentes casas crediticias. Lo invitaban a suscribirse. Una de ellas, incluso, le obsequiaba un viaje, con todos los gastos pagos, a Cancún. El cartero, nuevamente, golpeó la puerta y sin esperar contestación dijo: “¿El ciudadano número 30.500.201 vive aquí?” Luego, introdujo la correspondencia por debajo de la puerta y se retiró.
Pedro Buda

Cuento: La rosa


Varios años después de que una peste, de alcance mundial, hizo desaparecer a todas las especies de rosas conocidas, prorrumpió la noticia. “Una rosa brotó del frío cemento”, ese fue el titular de un diario local. El informe fue difundido internacionalmente. Subió a Internet y miles de científicos, de nacionalidades diversas, se dieron cita en aquél lejano país, del sur del mundo.
La nota hacía referencia del asunto en estos términos: “En la intersección de las avenidas Centenario y Bulevar Siglo XXI, de la capital, brotó una planta. Creció el pimpollo y emanó un poderoso aroma, como de mil flores. Cercaron la cuadra, desalojaron a los ocupantes de los edificios cercanos. Convocaron a las tres fuerzas armadas para cuidar la flor”.
La prensa mundial se dio cita. Fotos y películas se hicieron de “la rosa”.
Cuanta gente se enteró del raro suceso quiso saber. Se organizaron excursiones en todo el mundo para visitar la rosa. La última rosa, la que brotó del cemento. Una esperanza, que el ojo del águila vio. Voló sobre ella y se precipitó. La tomó y se la llevó. Tal vez, fue uno de esos nuevos robots con forma de pájaros usados en la guerra del golfo para filmar y espiar, a la cual se le añadió la función de acercarse a su objetivo y atraparlo.
Hoy todos nos preguntamos: “¿dónde brotará, otra vez una rosa? ¿Lo hará?”
Pedro Buda 2000




Cuento: El Perfume de Ernestina



Durante el año 1990 hice, todas las tardes, el mismo recorrido. De la habitación que ocupaba en la pensión a la escuela. Distaba esta a veinticuatro cuadras, ni una más ni una menos. Fui conociendo, poco a poco, las casas, los portones donde encontraría los perros ladrando, los horarios y costumbres de la gente que se cruzaba conmigo, siempre a la misma hora. Entre tantas cosas que se mantenían iguales, estaba una ventana. Un ventanal, en realidad. En la mitad exacta, a las doce cuadras, justo en la esquina. Allí todos los días, a la misma hora, en la misma ventana, las mismas perfumadas flores y una mujer mirando la calle. 

Alguien puede estar tentado a pensar: qué tiene eso de raro, de extraño o sustancial para ser contado. Tal vez, hasta allí nada. Pero he ahí la razón de este relato veraz, tan increíble como cierto. Esa mujer, todos los días, cuando yo cruzaba, abría la ventana. Del interior salía un inconfundible aroma de flores. Flores recién cortadas, que se veían en un costado del ventanal. No sé como, pero todos los días, de lunes a viernes, coincidía –extrañamente- que al cruzar por esa esquina, por esa ventana de la duodécima cuadra que separaba la pensión de la escuela, se abría el ventanal y afloraba aquél aroma.
Al principio, no conocía gran parte de las casas, pero el paso diario, ininterrumpido, por las mismas veredas, me llevó a conocer y anticipar cada una, cada dueño, cada ruido de las veinte y pico de cuadras.
Una de esas casas, de esos frentes, era la de esta mujer: una señora canosa, de arrugas apenas marcadas, de piel rozagante que poco a poco se fue transformando en blanca, muy blanca. El aroma que emanaba nunca dejó de impresionarme.
No sabía el nombre de aquella señora, y “Señora” con mayúscula. Pues, pude notar con el paso del tiempo, que exhibía todo el porte de una gran dama. Su mirar era, casi siempre, inexpresivo; aunque poseía un dejo de soledad: como quien espera a alguien por toda una vida y nunca se presenta...
Al término del año culminé el curso de enfermería. Y como parte de los beneficios que teníamos, estaba el figurar en una nómina de una bolsa de trabajo. La gente solicitaba un auxiliar de enfermería y la escuela contactaba con un estudiante o auxiliar egresado. Le ofrecía el puesto al que creía conveniente según el caso y lo ponía en contacto con la familia, de ese modo ayudaba a uno y a otro.
Un día la secretaria me llamó aparte y me ofreció cubrir un turno de trabajo. El sueldo por hora no era poco, tampoco mucho, pero era un ingreso y experiencia laboral, además de la recomendación. Sin pensarlo mucho, acepté en el mismo instante.
La secretaria me dio la dirección y no pensé en el asunto hasta el día siguiente. Cuando me puse en camino hacia el lugar reparé que coincidía casi, con la esquina donde aquella mujer abría las ventanas a diario.
El horario en que debía presentarme era el mismo en que, habitualmente lo hacía al ir a clases, por lo cual no representó un problema, sino una continuación de la costumbre adquirida. Así que, ese día, fue como salir para la escuela de enfermería, aunque a sabiendas de que no llegaría allí, sino a otra parte. Iba, ahora, a poner en práctica, todo aquello que había aprendido durante un año. Me sentía confiado.
Partí con un poco de anticipación, no quería llegar tarde el primer día de trabajo. Además, se acostumbra en enfermería llegar con quince minutos de anticipación para pasar las novedades del turno. Una vez en camino, iba atendiendo la numeración. Al fin, llegué a la dirección exacta. Correspondía a una puerta antes, de la del ventanal. Casualidad –pensé-. Parado frente a la enorme puerta de madera, di un par de golpes con el llamador de bronce, prolijamente lustrado, imitación exacta de una mano pequeña. Instantes después escuché pasos, en lo que parecía un largo corredor. Mi intuición fue correcta. Apareció una mujer de cuarenta años, aproximadamente, bien vestida, que usaba un vestido azul, sobre el cual traía puesto un delantal de cocina. Me saludó y contesté. Le dije quien era, por lo que me hizo pasar al interior de una habitación que estaba al final del corredor. “Espere un momento”-dijo- y se retiró. “Se parece a la mujer que veo todos los días en la ventana” -pensé.
Quedé solo en la habitación. Un silencio profundo reinaba en él -en toda la casa me pareció también-. Dejé de oír los pasos de la mujer. Temí...que mi respiración perturbara aquél silencio. Traté de quedarme muy quieto. Pero en tan silencioso lugar, era posible oír -creo- hasta cuando me acomodaba en el sillón de paja.
En una de las paredes había una puerta de vidrios espejados. Me veía reflejado en ellos. En otra pared sólo un vano que oficiaba de paso hacia un pasillo.
El tiempo parecía transcurrir muy lentamente, cada vez más, como si fuese deteniéndose. Un reloj de pie marcaba, acompasadamente, un ciclo. Parecía moverse muy lentamente, cada vez más, como que se iba deteniendo. Pero era monótono, igual, inquietante. La atmósfera en aquella habitación-perceptiblemente cerrada- comenzó a influir en mi ánimo. Sentí que me adormecía. El compás del péndulo unido a la tranquilidad y al aire viciado del cuarto ejerció una especie de hipnotismo. Cuando estaba a punto de bostezar, ingresó la mujer del vestido azul, por la misma puerta por donde se había ido. Sólo que esta vez, no escuché los pasos al aproximarse. Diría que al verla en el vano de aquella pared, como una escuálida espectral presencia, sentí un escalofrío que me recorrió cada célula. Supongo que estaba a punto de cruzar el frágil umbral de vigilia-sueño.
-Joven -dijo la mujer, mirándome tranquilamente- espero no haberlo hecho esperar demasiado, pero... comprenderá usted, estaba cocinando... Le ruego me disculpe.
-Claro -asentí. Volví a quedar callado.
Repentinamente, el reloj –que no emitía ruido alguno según me parecía- dio cinco campanadas. Es la hora –dijo la mujer. Abrió la puerta de vidrios espejados y me condujo a otra habitación. Enseguida deduje que era lo que correspondía a la casa de la esquina, al ventanal. Supe, entonces, que aquella casa tenía dos puertas de entradas paralelas y dos pasillos paralelos, pero me esperaban otras sorpresas.
“Ella es mi hermana Ernestina- susurró la mujer del vestido azul. Usted la acompañará todos las tardes a partir de las cinco. Le ruego sea puntual como hoy. Es más –agregó- le pediré que llegue quince minutos antes como hoy. Yo le entregaré el té y usted se lo traerá a mi hermana. Comprendió... Bien, -prosiguió- usted podrá sentarse en este sillón; aquí tiene revistas o lo que desee. Hay muchos libros como verá.” Ciertamente, la pared estaba tapizada de libros.
Ernestina, casi ni se inmutó ante mi presencia. Estaba abriendo, como todas las tardes a la misma hora, el ventanal. Tras lo cual se dispuso a tomar el té, lo cual pude notar era más que beber la infusión, era una ceremonia, un ritual diario, donde ella se entregaba a una suerte de meditación. Ese día, pude ver de cerca aquellas flores que parecían tan naturales... pero su materia prima era el plástico. La fragancia a flores, sin embargo, era exquisitamente real, tanto como lo es el perfume que usa Ernestina.
Pedro Buda 2001


Cuento: Extraños ruidos


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Hace algunas noches atrás –de esto hace ya un mes- el sereno de la fábrica escuchó ciertos golpes extraños. Y lo excepcional reside en que provenían de un sitio no frecuentado por nadie. Es un cuarto hoy por hoy abandonado.
Bien podría alguien pensar: son sólo ratas. Pero tal cosa es imposible, ya que la fábrica produce insecticidas y otros venenos letales para roedores. Los cuales son también distribuidos dentro de la misma fábrica, a fin de testear nuestro propio producto y demostrar su efectividad.
Escuchar estos ruidos una vez, puede no llamar la atención, pero si tales acontecimientos se vuelven frecuentes y en horarios de la noche, cuando todo parece en absoluta calma, eso cambia.
El sereno es un hombre mayor con actitud de compromiso y entrega a su deber, con la sencillez del hombre rústico a quién se le dice: “haz tal cosa y nada más” y eso hace, así lo cumple. Pero todo hombre tiene en el seno íntimo de su ser, el espacio que alberga la curiosidad innata, que lo ha llevado a conocer otros mundos, que normalmente, no habita. Así también, nuestro sereno que, inquieto por tanta anormalidad dio aviso al jefe de personal.
Después de dos veces de escuchar al preocupado sereno, el jefe entendió conveniente mandar revisar la zona durante el día. Para lo cual transcurrieron tres o más días, luego del último aviso. En total, cuarenta y nueve días, después del primer aviso. El sereno estaba ya, a esa altura de las circunstancias, pronto para pedir licencia por enfermedad, pase para el psiquiátrico, o bien para alejarse de su rutina y comprobar que no estaba loco todavía.
El sitio en cuestión es la planta baja de una torre abandonada, adyacente a un enorme galpón usado como depósito. Pocas veces, ese depósito es utilizado en realidad, y mucho menos aún, la torre. Antiguamente se usaba como un campanario rudimentario de la fábrica. Un lugar con tantos operarios, como tenía antes, necesitaba esto para avisar sobre los horarios, incluso a muchos de los empleados que vivían en las casas de la zona cercana.
Fueron tres operarios a revisar el sitio. Llevaron mate y termo, unos cigarrillos y miraron por doquier, todo el lugar examinaron por espacio de unos cinco minutos. Los otros veinticinco minutos de la media hora que tardaron en salir del lugar lo utilizaron para entretenerse contando cuentos, burlarse del sereno y fumar, tomar mate y reír.
Al llegar la hora de entrada del sereno, el capataz le aseguró que varios empleados revisaron el lugar y nada encontraron, sino sólo el lugar vacío, con el olor de insecticida y una quietud pocas veces vista. Por lo tanto le solicitó que tan pronto escuchara o viera algo nuevamente, le pusiera al tanto sin pérdida de tiempo.
Aquellas palabras le infundieron ánimo y al mismo tiempo cierta duda. ¿El capataz le creía o simplemente estaba burlándose de él y buscaría una excusa para quitarle el puesto y transferirlo a otra sección?
Pasaron un par de semanas y el sereno volvió a escuchar los ruidos. Pero no avisó nada al capataz. Temió perder el puesto de trabajo.
Días después, durante la noche, vino un grupo de militares. Bajaron unos diez de un camión verde, muy característico. De un jeep, descendieron otros dos más, suboficiales y oficiales, quizás. Los del camión rodearon la torre. Los otros dos se dirigieron a nuestro sereno.
-Buenas noches, señor... (Dijo el primero en acercarse).
-Buenas noches (Contestó nuestro atónito sereno).
-Venimos a revisar el lugar. Cosas extrañas se transmiten desde esta zona. Estamos creídos que proviene de esta torre.
-Bueno, bueno... tendría que avisar al capataz.
-¡Hágalo! (fue la única palabra que emitió el militar al tiempo que se encaminó a la torre).
Pronto volvió el sereno, acompañado por el capataz y dos peones más -los que salieron, vaya uno a saber de dónde-. De la torre emergieron dos uniformados con algo, debajo de unas mantas verdes oscuras. Increíblemente, estos cayeron al suelo, al tiempo que lo que cubrían con las frazadas, se elevó destellando y emitiendo extraños ruidos. Perplejos quedaron todos, y el sereno también. Finalmente, este gritó: “lo sabía, lo sabía, había algo extraño...”
Pedro Buda 98

martes, 16 de febrero de 2010

Gracias

Nuevamente vuelvo a escribir con más de dos dedos: tres. Bueno, lo importante es volver a escribir y dejar mis impresiones sobre la blanca pantalla.
Como yo no pude escribir durante mi internación, pues no estuve con todos mis sentidos funcionando 100 %, fue mi esposa quien se encargó del relato de cada uno de los días de mi internación, tras el accidente que tuve el 24 de diciembre de 2009.
El relato de los días tras el accidente tiene momentos riquísimos donde quien escribe deja impresiones del entorno, de las personas y de la situación que vive muy fuertes. La lectura de las notas me llevó a la emoción, al llanto, y por ello, tuve que leerlo con varias interrupciones.
Hoy que me siento mejor y puedo escribir yo: ¡puedo hacerlo!... Sí, era una de las cosas que no podía y que hoy sí.
Es importante para mí haber leído las impresiones de Carmen pues ello me dio una idea cabal de lo que ellas vivieron en esos días. Me refiero a María del Carmen, Carito, Tita. Ésta última, mi madre, también escribió en el cuaderno y me transmitía, en las pocas palabras que dejó, aliento, fuerzas para seguir luchando. Eso es un documento riquísimo para mí y me resulta interesante saber que eso está allí para que yo pueda enterarme.
Reflexionar es repensar sobre los pasos dados, es rever el camino andado, es meditar sobre lo hecho y por hacer, es mirar con atención u observar, es ver un poco más allá las cosas, su contexto, sus implicancias, su incidencia en el futuro.

Pensar es hacer, pensar es accionar, es el punto de partida para la marcha. Y por medio de estas páginas estoy iniciando o continuando con mi recuperación.
Hoy es el día 54 después del accidente. Parece una eternidad y no es tanto. Casi dos meses. Es decir, casi dos meses sin escribir, pero también casi dos meses sin pensar demasiado en las cosas. Sí, porque cuando me enfrento a la máquina, cuando veo y miro la pantalla me cuestiono, me interrogo, me adentro en mi ser para sacar eso que está allí dentro. De allí surge eso de la reflexión, de la búsqueda de la imagen, de esa propia imagen que surge tras desnudar no el cuerpo, sino el alma. Es como usar una reflex que me permita saber qué es lo que captaré, lo que quedará en el celuloide y después de escasear en la digital forma.
Por un lado veo mis dedos tecleando y produciendo letras en la pantalla, veo mis ideas en forma de texto, y me siento bien por ello. Por otro, siento que todavía mi brazo izquierdo está con la férula de cuero y me molesta un poco, como veo las heridas cerradas del antebrazo derecho y siento: satisfacción por esta mejoría. Siento el aire, el viento allá afuera pero estoy en mi casa, no en el sanatorio. Duermo en un acama pero de mi casa, no en un sanatorio. Veo televisión, camino por el barrio, saludo a la gente conocida y veo las cosas de siempre. Sin embargo hay cambios en mi derredor. Hay cambios quizás imperceptibles, quizás visibles, no importa. Hay cambios y es importante pensar en ellos. Los cambios son lo cotidiano, lo permanente. Entonces, simplemente verlos y manejarse con eso nuevo es lo importante.

Desde que pude pensar en mi situación tras salir del estado de coma inducido, o de dormido bajo efectos de calmantes, he buscado mi recuperación, mi mejoría. Ese ha sido mi punto de partida. Primero los dos pasos aquellos que llamé caminata lunar. Lo que fue antecedido por dos días de sentarme en un sillón al lado de la cama del sanatorio. Las caminatas que siguieron fueron la confirmación de que estaba no sólo vivo sino completo, que podía andar y que podía seguir… Hoy, escribir estas líneas, como fue hace un tiempo atrás, el día 12 de enero, el abrir mi correo fue saber que podía seguir haciendo algunas cosas que me permiten comunicarme, sentirme parte de otros, comunicarles a otros lo que siento, veo, creo, soy.
Estoy retomando los pasos, estoy volviendo al sendero, al camino pero creo que debo hacerlo a la luz de nuevas reflexiones. Reflexiones sobre lo que pasó, sobre lo que hacía antes, sobre lo hago ahora, sobre lo que deseo para mi futuro inmediato y mediato. Es importante replantearse, rever las cosas, iniciar la tarea de ajustes necesarios para volver a salir a la vida, a trabajar, estudiar, a confrontar con los otros, tras esta suerte de necesario aislamiento que me permitió curar las heridas, descansar el cuerpo y el alma. Hasta la alergia afloró…

Hoy descubrí en La Nación a un joven de 33 años que se largó a recorrer la Argentina en una bicicleta. Unos 5500 Kilómetros pensaba recorrer, y se largó nomás. Le conté de mi aventura en enero del 2009, al tiempo que le pregunté si seguía en su marcha. Me pareció grandiosa la aventura y el apoyo que tenía, lo multifacético de su persona y las ganas de vivir que exhibía. Creo que encontrar a personas que hacen cosas similares a lo que me gusta me da más ganas de seguir haciendo las cosas.
Recorrer caminos, ver personas que van apareciendo en el camino, conversar con ellos y conocer sus historias es muy interesante, edificante y llena nuestras vidas de sentidos nuevos, de formas de ver y sentir, amplia nuestro conociendo de esto que llamamos vida.

Entre las cosas que quiero rescatar es la presencia de mi madre. Se vino desde Formosa, se vino con lo que pudo, con su espíritu, con las fuerzas que tuvo y buscó ayudar como pudo. Por otro lado mi hermana escribía el 25/12/20010 en Facebook mi hermano grave y algo más. Lo vi mucho tiempo después y descubrí como estaba conmigo desde lejos. Fue muy interesante. Mi viejo preocupado también se puso a hablar un día casi una media hora, sin tener en cuenta el gasto que le significaba esa llamada. Cosas pequeñas, pero significativas. Una más, y no la menos importante, toda la gente que llamó y se preocupó por mi en todo el tiempo que estuve internado. Una cosa muy fuerte que merece un punto parte.

Lo supe porque Carmen me contó, y también Carito, que mucha gente llamó queriendo saber por mi estado de salud. Y no eran cobradores… Descubrí a un montón de gente que dio pasos más allá del simple saludo, del hola cómo estás, y redescubrí a personas que siempre estuvieron pero que, como es respetable, cada uno en su lugar. Esa gente, sus gestos, son y fueron, motivos de alegría, fueron y son alientos que llegan y se quedan, son fuerzas que me permiten tomar con más compromiso esto de vivir. Esa gente de la parroquia, del colegio, del Paraguay, de Formosa, de Bs. As., de Rivera, de Minas de Corrales, esa gente a quienes tanto tengo que agradecer. Y no sé muy bien cómo lo haré. Pero sí sé que me han hecho un bien enorme por el sólo hecho de preguntar por mí. Les digo, desde estas páginas: Gracias.
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